The Brutalist

  • Dirección: Brady Corbet
  • Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold
  • Intérpretes: Adrien Brody, Guy Pearce, Joe Alwyn, Felicity Jones, Raffey Cassidy, Alessandro Nivola, Stacy Martin…
  • País: EEUU
  • Género: Drama
  • 215 minutos
  • Ya en cines

  • «Huyendo de la Europa de la posguerra, el visionario arquitecto László Toth llega a Estados Unidos para reconstruir su vida, su obra y su matrimonio con su esposa Erzsébet tras verse obligados a separarse durante la guerra a causa de los cambios de fronteras y regímenes. Solo y en un nuevo país totalmente desconocido para él, László se establece en Pensilvania, donde el adinerado y prominente empresario industrial Harrison Lee Van Buren reconoce su talento para la arquitectura. Pero amasar poder y forjarse un legado tiene su precio…»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

Los dos planos encadenados con los que arranca el tercer largometraje del actor y director estadounidense Brady Corbet nos ubican en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y, más concretamente, en una habitación cuya ventana cerrada a cal y canto subraya la indefensión de Zsófia (Raffey Cassidy), una joven judía sometida a interrogatorio por las autoridades húngaras. Tras sufrir lo indecible en el campo de concentración de Dachau, Zsófia ha vuelto a su país natal solo para ser víctima de sospechas y prejuicios y verse confinada en un campo de personas desplazadas junto a su tía Erzsébet (Felicity Jones). A continuación, Corbet introduce en la ficción al marido de Erzsébet, László Tóth (Adrien Brody), superviviente a su vez del campo de concentración de Buchenwald; László es despertado bruscamente por un compatriota y camina sumido durante largo rato en una oscuridad claustrofóbica hasta que se abre una escotilla y descubrimos que viaja en un buque recién arribado en Nueva York. László ha conseguido llegar a Estados Unidos, donde espera reunirse con Zsófia y Erzsébet.

La aparición en ese momento de la Estatua de la Libertad en posición invertida, y la cariñosa voz en off de Erzsébet —merced a la cual cobra vida una de las cartas que ha enviado a László— preludian algunos de los aspectos esenciales que articularán The Brutalist: su mirada sobre la experiencia como migrantes de László y, más tarde, Erzsébet y Zsófia asemeja el llamado sueño americano a una pesadilla, y su evolución narrativa nunca pierde de vista la historia de amor entre la pareja protagonista; dos personas separadas por la guerra, experiencias traumáticas bajo el yugo nazi, formas diversas de alienación, la discapacidad física y la fragilidad psicológica pero unidas por vínculos que trascienden lo sentimental para abarcar una lengua, ciertas creencias, un modo intransferible de estar en el mundo y concebir la cultura y el conocimiento. No es casual que Brady Corbet ilustre el intermedio con cuenta atrás de quince minutos que separa las dos partes de The Brutalist con una fotografía de la boda de László y Erzsébet, ni que salve el riesgo de que el intermedio disperse la atención del espectador con el reencuentro tan emotivo como devastador del matrimonio en una estación de tren y, casi de inmediato, con su primer contacto sexual tras haber estado separados durante años: un plano secuencia de cuatro minutos de duración centrado en los rostros de Felicity Jones y Adrien Brody, cuya sabiduría en torno a las relaciones de pareja y sus corrientes ocultas de apego y dependencia transmite una intensidad emocional abrumadora.

Pero hay un tercer aspecto decisivo en The Brutalist. László fue en Hungría y Alemania un arquitecto de prestigio afín a la Bauhaus, y su trato con el magnate estadounidense Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce) parece garantizar la resurrección de su trayectoria gracias al encargo de un proyecto megalómano en Pensilvania. Sin embargo, la arquitectura nunca pasa de ser en la película un juego de luces y sombras, una sucesión de trampantojos y espejismos, un equívoco de masas informes y difusas. Brady Corbet, como recalca ya en las presentaciones citadas de Zsófia y László, pone la cámara al servicio de los personajes, sigue con ánimo solidario sus pasos titubeantes, esperanzados y a la vez temerosos, en entornos hostiles y de valores ajenos a su sensibilidad, en especial los Estados Unidos desarrollistas de los años cincuenta y sesenta. Los escenarios adoptan así un carácter fantasmático, elusivo, y, cuando afianzan sus rasgos, cuando la cámara deja a un lado los planos de proximidad y en movimiento con los actores como epicentro para asentarse en el plano general y el estatismo del plano/contraplano, la elegancia del gesto apolíneo y la línea clara, es para advertirnos de que algo ponzoñoso se larva en el horizonte. Véanse al respecto las conversaciones de László con su primo Attila (Alessandro Nivola) cuando este ofrece al recién llegado a América un lugar donde dormir en la trastienda de su negocio, y con Van Buren en la cafetería y la recepción dominical en su mansión; o los planos cenitales sobre el vehículo del magnate cuando se llega hasta la carbonera donde trabaja László y sobre el accidente ferroviario, que Corbet liga a una pesadilla del arquitecto y los terribles dolores que provoca en su esposa la osteoporosis.


En este sentido, la puesta en escena de Corbet es impecable. Si para las corrientes estructuralistas de la arquitectura la forma precede a la función y, en cambio, para la Bauhaus y otros movimientos de tendencia social la forma sigue a la función, para Corbet la forma es deudora de la experiencia, como enfatiza de manera algo tosca el secreto desvelado en los últimos minutos del filme acerca del significado del diseño arquitectónico de László para Van Buren. Por otra parte, la plasmación de los escenarios y la arquitectura como expresiones inciertas del tormento y el éxtasis que sienten los individuos otorga a la película la condición de odisea del espacio interior, de alegoría sobre las emociones en bruto frente a las mascaradas de la civilización, que subvierte a golpe de abstracción y vaguedad el paradigma habitual del blockbuster hollywoodense, en retroceso ahora mismo. Lo importante en The Brutalist, como en el cine de Paul Thomas Anderson, Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023) o la saga Dune (2021-) de Denis Villeneuve, es la experiencia productiva de rasgos revisionistas y tecnofetichistas —VistaVision, 70mm…— al servicio de una deconstrucción de la épica asociada a la excepcionalidad norteamericana, el destino manifiesto, las nuevas fronteras, el progreso económico y tecnológico, el vuelo irreflexivo de la imaginación.

La estrategia, equiparable a la de superproducciones adultas firmadas por cineastas como Otto Preminger, Elia Kazan y George Stevens en el marco del Hollywood postclásico, no se halla exenta de contradicciones. Brady Corbet reitera en The Brutalist el interés por los entresijos de las figuras y los fenómenos bigger than life que ya había evidenciado en La infancia de un líder (2015) y Vox Lux (2018), apelando además nuevamente a formas de Gran Novela (no solo) Americana; desde las divisiones en capítulos hasta los arcos temporales dilatados pasando por los conflictos entre Historia e historias, la reescritura disruptiva de los símbolos e iconos del poder y la experimentación con títulos de crédito y tipografías. Sus tres largometrajes hasta la fecha pueden calificarse de espectáculos, todo lo críticos e intimistas que se quiera pero de una ambición que, en el caso de The Brutalist, cabe tachar de desmedida.

Ello permite poner en cuarentena la fiscalización por Corbet del American Way of Life, que, para más inri, peca en varias ocasiones de maniquea y superficial. La película carga las tintas en lo relativo a los abusos e injusticias que sufren László y los suyos hasta el punto de lindar con lo grotesco, dar al traste con muchos de los apuntes reflexivos de la ficción en torno al carácter, el dinero y la creatividad, perjudicar la fluidez del relato y caer en la inverosimilitud sociohistórica. Las experiencias de los personajes se acotan esquemáticamente a los ámbitos del drama sadomasoquista y la relectura fantasiosa del lugar que ocupan en una época determinada, con lo que el músculo audiovisual de la película deriva en una sensación extraña de futilidad. Pese a sus incoherencias y su inmadurez argumental, estamos de acuerdo en cualquier caso con Ángel Sala cuando afirma que The Brutalist es recomendable «al hacer de su naturaleza inabarcable su mayor cualidad, pues proporciona infinidad de materiales para que el espectador cree su propia impresión de lo visionado». Algo que no puede decirse de muchas otras películas participantes en las quinielas de premios de esta temporada.

  • Montaje: Dávid Jancsó
  • Fotografía: Lol Crawley
  • Música: Daniel Blumberg
  • Distribuidora: Universal Pictures