Dune: Parte dos

  • V. O.: Dune: Part Two
  • Dirección: Denis Villeneuve
  • Guion: Jon Spaihts, Denis Villeneuve (Novela: Frank Herbert)
  • Intérpretes: Timothée Chalamet, Zendaya, Rebecca Ferguson, Austin Butler, Javier Bardem, Josh Brolin, Florence Pugh, Christopher Walken, Anya Taylor-Joy…
  • País: EEUU
  • Género: Ciencia ficción
  • 166 minutos
  • Ya en cines

«Tras los sucesos de la primera parte acontecidos en Arrakis, Paul Atreides se une a la tribu de los Fremen y comienza un viaje espiritual y marcial para convertirse en mesías, mientras intenta evitar el horrible pero inevitable futuro que ha presenciado: una Guerra Santa en su nombre, que se extiende por todo el universo conocido…»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

La primera entrega de la adaptación por Denis Villeneuve del universo literario de Frank Herbert se ambientaba mayormente en los entornos palaciegos de la casa Atreides. Primero en Caladan, el planeta natal de Leto Atreides (Oscar Isaac) y su familia, después en el Gran Palacio de Arrakeen, la ciudad desde donde Leto y los suyos se disponían a controlar la explotación de la especia en el planeta Arrakis. Tras la traición llevada a cabo conjuntamente por la casa que había regentado antes Arrakis, los Harkonnen, y el emperador del universo conocido, esta segunda entrega aboca a los supervivientes de la casa Atreides —Paul (Timothée Chalamet), su madre Jessica (Rebecca Ferguson), el leal Gurney Halleck (Josh Brolin)— a los inhóspitos desiertos de Arrakis. Allí, Paul afrontará una madurez escindida entre los sentimientos —el amor que siente por Chani (Zendaya) y, por extensión, la cultura nativa Fremen— y sus deudas para con los dictados de la alta política, la fe religiosa, las obligaciones dinásticas.

Podría pensarse que arrojar la ficción a espacios inexplorados, a la amplitud del desierto y los horizontes problemáticos que surgen en Dune: Parte Dos al paso de Paul Atreides, inspiraría a Villeneuve un trabajo de realización más dialéctico que en Dune (2021), película anclada al gesto concluyente, la escenificación obsesiva de interiores y exteriores y los efectos envolventes de sonido; menos una ficción que una representación de pompa y circunstancias frente a cromas digitales. El espíritu deconstructivo de la superproducción que nos ofrecía Dune era equiparable al de la ópera (pos)moderna de hace cinco décadas respecto de los modelos tonales y escenográficos tradicionales, y presenta una coherencia notable con la filmografía previa de su director.

Como ya sucedía en su mejor realización hasta la fecha, Sicario (2015), cuya cartela inicial primaba la definición de la palabra que prestaba su título al filme como “facción radical del movimiento político-nacionalista judaico que en el siglo I se enfrentó a la dominación romana”, Villeneuve se siente identificado con la disidencia. Se ha creído un radical, un Fremen, en el seno del cine mainstream, y su concepción de las imágenes responde por tanto a un razonamiento ambivalente. Al igual que Paul Atreides, el K (Ryan Gosling) de Blade Runner 2049 (2017) o los personajes encarnados por Jake Gyllenhaal en Enemy (2013) y Prisioneros (2013), Villeneuve es consciente de que tiene ante sí un destino manifiesto, una misión —en su caso la forja de un blockbuster—, pero su carácter creador le impulsa a la extrañeza, la línea de fuga, una desterritorialización que afecta tanto al hecho antropológico como al cultural, que cuestiona las herencias recibidas. Villeneuve crea espectáculos basados en buena medida en el subrayado de los trampantojos ideológicos y formales del género, en paralelo a un Christopher Nolan que hace lo propio al confiar el éxito de la ficción en sus bastidores, en sus mecanismos espaciales y temporales.

Por ese motivo, aunque tanto las películas de Villeneuve como las de Nolan son tan apabullantes desde el punto de vista técnico como para haber precipitado en una sensibilidad brutalista, un trazo calculado y una estética del cálculo, eso no ha desembocado en un sense of wonder gracias al cual trascendemos la naturaleza del medio y nuestra condición como espectadores, sino en un mero asombro que acaba por realzar todas y cada una de las cualidades y limitaciones de nuestro presente. Dune: Parte Dos es asombrosa desde sus primeros instantes, cuando se nos muestran tropas Harkonnen que levitan sobre dunas y rocas, y el resto del metraje está salpicado de ocurrencias escenográficas y fotográficas aún más ingeniosas, incluso significativas en los momentos de mayor inspiración, con un talento notable para el sincretismo audiovisual y el minimalismo figurativo.

Pero, al mismo tiempo, la película nos demuestra con su tosquedad narrativa, su incapacidad para filmar una pelea o una batalla en condiciones, decisiones estéticas tan gratuitas como el circunstancial blanco y negro, la ineficacia de sus diálogos para dar cuenta de la evolución y transformación de los personajes, su empeño por rematar cada escena con potencial para la grandeza en un puñado de planos, con esa extraña vaciedad que recorre en definitiva el metraje de principio a fin, que Denis Villeneuve, como Chani, no cree. Es un gran escenógrafo; tiene un sentido innato para otorgar a un muro, a un momento de silencio, dimensiones dramáticas o políticas; pero no puede o no quiere hacer que esa dramaturgia devenga ficción, imagen en movimiento en el sentido más amplio del término, porque el arrebato ha sido juzgado, sentenciado y ejecutado por el pensamiento.

Dune: Parte Dos y, por extensión, Villeneuve y hasta Christopher Nolan son por otra parte síntomas del ocaso del blockbuster; la constatación nuevamente de que la entrada en escena de la inteligencia, el talante crítico, el registro performativo, son señal inequívoca de que la vivacidad de un movimiento, una tendencia, una época, han tocado a su fin, como la ópera hiperconsciente de los años setenta y ochenta simbolizó ante todo la agonía del universo operístico en su conjunto. Es paradójico que Dune: Parte Dos haya sido comparada estos días, para empezar por el propio Denis Villeneuve, con Lawrence de Arabia (1962), en base a la ubicación de ambas películas en desiertos, cuando sus imágenes y las lecturas que se deducen de ellas no pueden ser más diferentes en una y otra película.

Y es lógico, Lean y Villeneuve se hallan en extremos opuestos de una determinada concepción del cine. Cuando en los minutos iniciales de Lawrence de Arabia el protagonista (Peter O’Toole) moría y Lean le desligaba de sus anteojos de motorista, de su mirada eterna como explorador; cuando Lawrence apagaba una cerilla y con ello materializaba un amanecer; cuando Sherif Ali (Omar Shariff) dejaba de ser una mancha borrosa para convertirse en un personaje, Lean estaba llevando a su máxima expresión la transmutación del sueño de una imagen en la imagen-ensoñación, del espejismo en (ir)realidad; el salto desde los trazos imprecisos, en duermevela, entrevistos por el clasicismo a una concreción radiante, plena, orgullosa de sí misma, del gran espectáculo, que iban a potenciar y desfigurar en décadas sucesivas Stanley Kubrick, Steven Spielberg, James Cameron, Michael Bay o Gore Verbinsky.

La minuciosidad de la puesta en escena de Lean, su recurso a los 70mm y el Technicolor, estaban al servicio de una visión. En Lawrence de Arabia la forma precedía a la función discursiva, o, si se prefiere, la función discursiva se deducía de las formas. Sesenta años después, sometido el blockbuster a respiración asistida, quizá —quizá— no queda otra que someterlo a un proceso inverso de abstracción, despojamiento e incluso escamoteo como el que practica Villeneuve también con todo el dinero del mundo a su disposición pero desde un punto de vista relativista, sin concesiones al desbordamiento de las imágenes fuera de marcos ideológicos consensuados tácitamente. La función discursiva condiciona las formas. Lawrence de Arabia es una película grandiosa merced al esfuerzo y el empeño puesto en ello por David Lean, mientras que la saga cinematográfica Dune es grandiosa —en ocasiones— pese a tener a su director y el espíritu de su época en contra.

  • Montaje: Joe Walker
  • Fotografía: Greig Fraser
  • Música: Hans Zimmer
  • Distribuidora: Warner Bros