Transformers: El despertar de las bestias

  • V.O.: Spider-Man: Transformers: Rise Of The Beasts
  • Dirección: Steven Caple Jr
  • Guion: Joby Harold, Darnell Metayer, Josh Peters, Erich Hoeber, Jon Hoeber
  • Actores: Anthony Ramos, Dominique Fishback, Domenic Di Rosa, Lauren Velez, Frank Marrs
  • País: EEUU
  • 127 minutos
  • Ya en salas

«En 1994, un par de arqueólogos se ven envueltos en un antiguo conflicto a través de una aventura por todo el mundo que se relaciona con tres facciones de Transformers: los Maximals, los Predacons y los Terrorcons mientras ayudan a Optimus Prime y los Autobots en una guerra para proteger la Tierra ante la llegada de Unicron.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

Hay varios aspectos a celebrar en este séptimo episodio de la saga basada en los muñecos transformables de Hasbro. Digámoslo ya, ninguno de ellos libra a Transformers: El despertar de ser una excrecencia de lo acuñado por Michael Bay en las cinco primeras entregas y, en concreto, el arco audiovisual que conformaron entre 2009 y 2014 la segunda, tercera y cuarta; una materialización en toda regla del sueño de Dziga Vértov en torno a un cine antihumanista, de cuerpos y máquinas en movimiento, que dejó en evidencia a golpe de excesos visuales, brutalismo estético y state of the art digital la burbuja socioeconómica que habitó Occidente hasta el estallido de la Gran Recesión.

Aunque los Transformers nunca han dejado de ser rentables, el modelo hipertrofiado de Bay delató signos de agotamiento obvios en Transformers: El último caballero (2017), lo que impulsó a Hasbro y Paramount Pictures a replantear la serie en forma de precuelas encomendadas a perfiles creativos sin personalidad; véase Travis Knight al frente de Bumblebee (2018) y, ahora, Steven Caple Jr. como realizador de Transformers: El despertar. Knight y Caple Jr. han oficiado sobre todo como artesanos al servicio de una reformulación ideológica de la franquicia más acorde a los tiempos que corren: protagonistas en la adolescencia y de condición diversa, primacía del guion y las emociones sobre la amoralidad estilística y argumental, y un afán por explotar la nostalgia de moda hacia los años ochenta en Bumblebee o, en la película que nos ocupa, copiar la serialización de Marvel.

Ni Bumblebee ni Transformers: El despertar logran nada memorable con esa adaptación a coordenadas del presente. La segunda, como avanzábamos, hace al menos un esfuerzo por dar de lado la atonía visual supuestamente respetable de Bumblebee y volver sobre los motivos plásticos y cinéticos de Bay, aunque a menos revoluciones por encuadre, con una mayor atención por la legibilidad de las figuras y sus movimientos. A nadie le importa de qué van las películas sobre los Transformers, solo que los muñecos de nuestra niñez, los dibujos animados de nuestras sobremesas infantiles, adquieran en pantalla el carisma y la agresividad de que los revestíamos en nuestra imaginación.

Por entonces no podíamos saber, algunos aún no se han atrevido a asimilarlo, que cuando, como le sucedía al Calvin de Bill Watterson, nos embriagábamos con la destrucción del mundo en slow motion y su reconstrucción en fast reverse, nuestras ensoñaciones no hacían otra cosa que cristalizar los postulados de Tom Gunning: la imagen en movimiento conjurada por el celuloide como atracción inflamable para la retina, como espectáculo que renueva incesantemente nuestro sense of wonder. Se trata del cine más vanguardista posible por su poder para deconstruir los tiempos, los espacios, la percepción de cuanto nos rodea, merced a la máquina, a través de la máquina. Steven Caple Jr. se descubre al respecto un alumno aplicado de Michael Bfay. Se atreve incluso a recuperar un sentido de la épica para la franquicia que debe lo suyo a la banda sonora de Jongnic Bontemps.

Solucionada dignamente su adscripción a las señas de identidad más reconocibles de la serie, Transformers: El último caballero se puede permitir con éxito un par de atrevimientos. El primero se relaciona con el protagonismo del carismático Anthony Ramos, que se aleja por completo de lo representado por Shia LaBeouf en las tres primeras entregas y por el perdidísimo Mark Wahlberg en la cuarta y quinta. Más aun, las circunstancias que rodean al personaje encarnado por Ramos y sus reacciones a las mismas funcionan desde una conjugación creíble del realismo, de la marginalidad, como crítica a la volatilidad moral de las películas filmadas por Michael Bay.

El segundo, tan relevante como para desbordar la franquicia Transformers, atañe al espléndido trabajo de texturas visuales a cargo del director de fotografía Enrique Chediak y el veterano colorista Stephen Nakamura. Transformers: El último caballero ya puso en evidencia los estragos que el digital podía causar a la hora de promover nuestra inmersión en la ficción —imágenes flácidas, sin densidad ni contrastes—, y el tema solo ha ido a peor con la victoria del paradigma píxel en la filmación y posproducción de las películas. Chediak y Nakamura han sido conscientes de que recrear una atmósfera, una época, en este caso los años noventa y sus motivos estéticos y hasta políticos, tiene que ver menos con disponer frente a la cámara una serie de discursos o ciertos elementos de atrezo, como con estimular nuestra memoria audiovisual.

Como reflexionó Christian Metz, hace décadas que resulta imposible disociar eventos históricos y circunstancias sociales del régimen escópico que los ha codificado. Quién nos iba a decir que, en una película plagada de batallas entre robots ciclópeos y deidades de metal viviente que devoran planetas, el efecto especial más deslumbrante iba a consistir en la verosimilitud de dos personas que pasean por las calles de una gran ciudad mientras comen chucherías una mañana cualquiera de 1994.

  • Montaje: William Goldenberg, Joel Negron
  • Fotografía: Enrique Chediak
  • Música: Jongnic Bontemps
  • Distribuidora: Paramount Pictures