Avatar: El sentido del agua
- Dirección: James Cameron
- Guion: James Cameron, Rick Jaffa, Amanda Silver
- Interpretaciones: Sam Worthington, Zoe Saldana, Sigourney Weaver, Kate Winslet, Stephen Lang…
- Género: Acción, ciencia ficción
- País: EEUU
- 190 minutos
- El 16 de diciembre en cines
«Ambientada más de una década después de los acontecimientos de la primera película, ‘Avatar: The Way of Water’ empieza contando la historia de la familia Sully, los problemas que los persiguen, lo que tienen que hacer para mantenerse a salvo, las batallas que libran para seguir con vida y las tragedias que sufren.»
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
Regresar trece años después a Pandora produce una sensación agridulce. Han ocurrido muchas cosas desde que Avatar (2009) superó todos los récords de taquilla en la historia del cine y, sobre todo, demostró que el afán de superación de James Cameron como director no tiene nada que ver con el ecosistema cultural que le rodea sino con sus propias fantasías de autorrealización.
Como Titanic (1997), su anterior gran éxito de autor —que cada cual entienda esa etiqueta como quiera—, Avatar no debía nada a intellectual properties, lógicas de mercado ni prescriptores culturales. Jugaba en su propia liga: una película de animación digital para público sin pedigrí, filmada en tres dimensiones y con un metraje cercano a las tres horas de duración.
La sorprendente repercusión global de Avatar quedó circunscrita a la curiosidad por la figura bigger than life de su artífice, la querencia popular por el simulacro y el kitsch, la inmejorable sublimación audiovisual de la burbuja socioeconómica que estallaba por entonces, y, en esa misma línea, la oportunidad que brindaba al espectador de acceder a un paraíso “moral” y “natural” merced a los espejismos virtuales más alienantes que pudieron forjar el dinero y el talento de su realizador.
El propio James Cameron parece haber resuelto con el universo Avatar su condición paradójica de profeta del apocalipsis tecnológico a golpe de avances tecnológicos. O, quizás, ha sido el primer hipnotizado por el carácter mesiánico de la película. Porque, como decíamos, ha pasado desde la aparición de Avatar más de una década, con su Gran Recesión, los movimientos activistas y las redes sociales, el feminismo de cuarta ola y la pandemia del COVID; con el auge de los superhéroes, la crisis del cine de gran presupuesto y la tiranía de las series y las plataformas de streaming. Y todo ello no ha permeado en lo más mínimo Avatar: El sentido del agua.
Quien no supiera que entre el estreno de una y otra película ha mediado tanto tiempo, podría creer fácilmente que Avatar: El sentido del agua es una prórroga inmediata de Avatar o que una y otra se filmaron back to back. Aunque los avances en la generación de imágenes sintéticas sean evidentes y, en la ficción, hayan pasado entre ambas historias los años transcurridos entre su producción respectiva. Avatar: El sentido del agua pierde de hecho una parte considerable de sus disparatados 192 minutos de metraje en legitimarse como secuela, apelando en sus compases iniciales a tantos personajes y motivos de la película original que sacrifica con ello una dosis considerable de sense of wonder.
Como ejercicio de ciencia ficción y aventuras, Avatar sonaba familiar, demasiado familiar. Su continuación incide en ello por partida triple: carece de tesis fantacientíficas novedosas, vampiriza a su predecesora, y todo gira literalmente en torno a una familia, sumida en conflictos emocionales arquetípicos. Jake Sully, el marine mutado en habitante de Pandora, y su pareja Neytiri, han tenido varios hijos propios y adoptados, lo que complica la migración del clan desde las junglas del planeta a sus regiones oceánicas. ¿El motivo de su huida? Nuestra especie amenaza de nuevo el ecosistema de Pandora y busca al humano que cambió de bando y lideró la rebelión de los Na’vi contra los invasores.
Ese segundo fragmento de Avatar: El sentido del agua, la llegada de la familia Sully a islas lejanas y su recibimiento por el Pueblo del Arrecife, es el mejor de la película con diferencia. James Cameron nos habla de cuestiones básicas para nuestra existencia como la necesidad de armonizar viejos y nuevos valores, la adaptación al cambio y el precio que eso se cobra en términos de identidad y jerarquías, los desencuentros generacionales, y la necesidad de sentirse parte de algo superior a uno mismo a cuenta incluso de memorias subrogadas y alienaciones maternales.
Y todo ello con un envoltorio plástico arrollador, a años luz de la mediocridad que preside el cine espectacular contemporáneo. El agua, ese gran fetiche de Cameron, inspira una materialización asombrosa de escenarios y seres vivos, de claroscuros y texturas hiperrealistas. La disposición de los personajes en el encuadre, el realce sutil con el 3D de sus movimientos y unos elementos escenográficos sobre otros, y el rigor dinámico y espacial del montaje hacen de Avatar: El sentido del agua en esos minutos y en la inevitable batalla final uno de los blockbusters más deslumbrantes y, por qué no decirlo, sensuales, que hayamos visto nunca.
La ambición de Cameron a la hora de plasmar en pantalla la dimensión acuática de Pandora es tan inmensa que en ocasiones la parafernalia digital queda en evidencia. Pero lo importante es que, en otros momentos, la captura de interpretaciones y movimientos y el empleo del 3D son tan perfectos que cuesta reconocer lo que vemos como artificial. Hoy por hoy resulta obvio que Cameron es un excelente director de escenas de acción, pero, también, que estas solo tienen sentido para él en el marco de mundos creados con un grado de persistencia y detallismo obsesivo.
Cameron vuelve a apostarlo todo a tales aciertos, descuidando durante el resto de la película aspectos narrativos, dramáticos y hasta musicales básicos. La consecuencia es que Avatar: El sentido del agua funciona mucho mejor cuando emula el cine observacional que cuando apela a las convenciones de la aventura a lo Hollywood, que el propio Cameron practicó y renovó hace treinta años. La película se sitúa así fuera del pasado, el presente y el futuro del cine mayoritario y sus convulsiones, de la sociedad contemporánea y su crispación; en una esfera artística impermeable que exige la rendición total del espectador a la magnificencia de sus imágenes y la monotonía de sus argumentos.
Cuando Jake afirma que la fidelidad al núcleo familiar es la mayor debilidad y la mayor fortaleza del clan Sully, encerrado en sí mismo contra todo y contra todos, puede que esté hablando de Cameron y su estatus actual de hombre en el castillo, ciudadano Kane o doctor Moreau, a quien solo le interesamos si somos capaces de abandonarnos con la boca cerrada y los ojos bien abiertos a sus criaturas, sus fantasías, un imaginario satisfecho con morderse la cola hasta el infinito. La estrategia por ahora ha dado resultado, Cameron continúa siendo el rey de su mundo. ¿Revalidará Avatar: El sentido del agua su posición?
- Fotografía: Russell Carpenter
- Montaje: David Brenner, John Refoua, Stephen E. Rivkin, James Cameron
- Música: Simon Franglen
- Distribuidora: Disney