Cannes 2018 – Un padrino entre los chamanes
– Cannes 2018 – Un padrino entre los chamanes –
Mientras Ashghar Farhadi andaba un tanto lost in Castilla para la apertura de la competición oficial, la Quincena de Realizadores arrancaba su 50ª edición en trance con unos Pájaros de verano llegados desde Colombia. ¡Qué claro!
La Quincena de Realizadores ha comenzado este año con un estupendo trip chamánico en una sesión matinal de vendetta trágica a la manera de El padrino. Pájaros de verano, la nueva película de Ciro Guerra (El abrazo de la serpiente), esta vez correalizada con Cristina Gallego, es la historia de una guerra. Una guerra entre las creencias sagradas de los indígenas wayúu, en Colombia, y la ley del mercado, en este caso, la ley del tráfico de la marihuana. Rapayet, el nuevo nuero de una poderosa familia wayúu, embarca a primos y sobrinos en la fiebre de la «Bonanza Marimbera», período seventies en el que el cánnabis se exportaba a Estados Unidos a través del desierto de La Guajira. Al igual que Michael Corleone en El padrino, de Coppola, Rapayet se debate entre el apego a su familia y sus negocios con los gringos: ¿cómo respetar los valores de los wayúu, en especial, la prohibición del asesinato, y convertirse en el nuevo «Carlos» de La Guajira?
Aquí, el guardián de los valores fundamentales equivalente a don Corleone padre será la suegra: Úrsula, una poderosa chamana que transmite los ritos y las creencias iniciáticas. El montaje de la película provoca así un choque entre dos universos irreconciliables: a las escenas del tráfico de drogas, en las que dominan las cuestiones de dinero, de poder y las explosiones de violencia, se encadenan mediante cortes las secuencias chamánicas en el corazón del desierto de La Guajira, donde los fantasmas de los muertos acuden para advertir a los vivos. En estas, el cine se torna en la expresión de una relación mágica con el mundo en donde todo deviene signo y plegaria. Los dedos de la mano de una joven remiten a los miembros de una familia a la que nada debe separar; un pájaro rojo del desierto exige la reparación del daño por la sangre vertida; un ibis negro, con sus patas palmeadas hollando la tierra, es el mudo lamento del fantasma de un amigo. Si, por un lado, la caída de la familia de Úrsula, consentida y malcriada como está por el dinero de la droga de los infames gringos, puede hacernos pensar en Scarface, de Brian de Palma, por el otro, Leónidas, el borracho y violento sobrino de Rapayet, despierta más bien el recuerdo del impulsivo Toni Montana bajo el influjo de la coca: al final, Pájaros de verano no sino un pariente lejano de esta.
El filme se acerca mucho más a los hermosos cuentos de Suleyman Cissé: como si se tratara de un griot africano, es un anciano chamán quien nos relata y canta en cinco partes la tragedia de los wayúu. Y el trágico espanto de la cinta no se debe tanto a la caída de los personajes como al espectáculo de una profanación que, cual enfermedad, corroe el mundo. Al rito iniciático wayúu de la apertura de la película, celebrado conforme a la tradición, le responde el de la reducción del cuerpo de un tío tristemente asesinado en el que Leónidas «reduce» sin escrúpulos el cambio de traje ceremonial de su prima, brevemente desnuda en ese momento. El arte de tejer objetos sagrados y de leer los sueños se va degradando poco a poco, ahogado en la rutina del lujo y el consumismo. Las visiones de la esposa de Rapayet, plagadas de símbolos surrealistas, coloridas y solares como una pintura de Magritte, son así sustituidas por el decorado blanco, desesperadamente vacío, de su nueva casa. Así pues, la tragedia de la película es, sobre todo, esta: el desgarrador espectáculo de un universo que se vacía poco a poco de su imaginario.