Cannes 2024: Le Deuxieme Acte

Inaugurando la 77ª edición del Festival de Cannes, la nueva película de Quentin Dupieux es una reflexión suavemente nihilista sobre la vacuidad del séptimo arte. Una metacomedia que se apoya en su reparto estelar pero que carece de la mayor inspiración de otros trabajos del (¿demasiado?) prolífico cineasta. Por Marine Bohin.


La escena está preparada desde las primeras imágenes. Tras el teatro de Yannick, la casa de Increíble pero cierto y la comisaría de Bajo arresto, es el turno del restaurante de Le Deuxième acte, perdido en el campo, el que será el escenario casi único de la acción, del todo restringida. De camino al restaurante, David (Louis Garrel) intenta explicar a su amigo Willy que se niega a acostarse con Florence, a pesar de que ella le pretende. Le gustaría que su amigo lo hiciera por él, porque es bien sabido que las mujeres se contagian tan fácilmente como las ETS. A Willy (Raphaël Quenard) no le importaría ayudar a su amigo, pero le preocupa que Florence pueda ser una mujer transexual, antes de que Louis Garrel le diga que tenga cuidado con lo que dice porque «les están vigilando», dice señalando a la cámara. Lo que sigue es un diálogo en el que los dos hombres rompen la cuarta pared mientras se quejan de la cultura de la cancelación, un doloroso íncipit en forma de «ya no se puede decir» que nos hace temer lo peor. Después, Lindon cuestiona con vehemencia la utilidad del cine en un mundo en ruinas, mientras que Léa Seydoux defiende el hecho de seguir actuando a toda costa.

Insolencia artificial

Aquí es donde entramos en el terreno de la metacomedia: Dupieux, troll en jefe del cine francés, lleva el absurdo un poco más lejos, pero sin llegar a implicarnos del todo. Mediante una burla fácil del cine supuestamente ombliguista y repetitivo, opta por un tono que pretende ser más popular que en sus obras anteriores, pero coquetea con la demagogia, cuestionando la capacidad del cine para hacernos soñar todavía, y abordando el uso de la inteligencia artificial con una insolencia igualmente artificial.

La película sólo dura 1 hora y 20 minutos: como suele ocurrir con Dupieux, la velocidad es esencial. Le Deuxième acte se impone como una torpe autocomplacencia al estilo Bertrand Blier, que no consigue ir más allá de una farsa bastante torpe; no es hasta el segundo acto de la película cuando se convierte en algo más agradable que una chapuza, y el público empieza a disfrutar tanto como los actores. Dupieux nos ofrece una decimotercera película despojada, compuesta por numerosas escenas sin montaje ni música, y apoyándose principalmente en sus actores. Cuanto más nos acercamos al final, más nos adentramos en una mise en abyme surrealista, una oscuridad bienvenida, hasta el larguísimo plano final sobre las pistas de dolly utilizadas en el plató, un dolly que ya no es una cuestión de moralidad, sino de pura poesía. Al fin y al cabo, como dice Florence, «nunca ha servido de nada hacer cine. Por eso el cine mola, porque no tiene sentido». No hace falta decir más.