El conde

  • Dirección: Pablo Larraín
  • Guion: Guillermo Calderón, Pablo Larraín
  • Intérpretes: Jaime Vadell, Alfredo Castro, Gloria Munchmeyer, Paula Luchsinger
  • Género: Comedia dramática
  • País: Chile
  • 110 minutos
  • 15 de septiembre en Netflix

«Comedia negra que imagina un universo paralelo inspirado en la historia reciente de Chile. Retrata a Augusto Pinochet, símbolo del fascismo mundial, como un vampiro que vive escondido en una mansión en ruinas en el frío extremo sur del continente.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

El poder disocia a quien lo ostenta del resto de la humanidad, pero también acarrea sus propias servidumbres; el poder termina por invocar sus particulares fantasmas, relacionados con el pánico a perderlo y la culpa por los pecados cometidos en su nombre. Si hay un cineasta del presente obsesionado con radiografiar las expresiones del poder es Pablo Larraín; de manera sutil en sus primeras películas —Fuga (2006), Tony Manero (2008), Post Mortem (2010)— y de forma explícita a partir de No (2012), una película que incidía además en uno de los aspectos del poder que más han interesado desde entonces al cineasta chileno: la construcción de sus signos, más aun, sus rituales e imaginarios, mediante el aparato mediático, escenográfico, audiovisual, que orquesta sus efectos sobre el común de los mortales.

Por tanto, películas posteriores como El club (2015), Jackie (2016) y Spencer (2023) no han sido ficciones tanto sobre individuos que disfrutan del poder y el impacto que ello causa en quienes les rodean, como sobre la construcción del poderoso y sus máscaras, la percepción que emana del personaje y la manipulación de la misma a fin de enturbiar la mirada ajena. Después de apelar a Pablo Neruda (1904-1973), Jacqueline Kennedy (1929-1994) y Diana Spencer (1961-1997) para fabular sobre el tema a partir de sucedidos reales, Larraín sube la apuesta en El conde, en la que imagina al dictador Augusto Pinochet (1915-2006) como un ambicioso vampiro de doscientos cincuenta años de edad que logra su sueño de dominar a los seres humanos al gobernar con mano de hierro Chile entre 1973 y 1990; el oprobio internacional posterior fuerza a Pinochet (Jaime Vadell) a fingir su muerte y retirarse del mundanal ruido en una isla. Esa existencia sin alicientes le sume en la depresión. Ya no desea vivir eternamente…

La dictadura chilena ha sido una presencia constante en el cine de Larraín, por lo que cabe entender la aparición literal de Pinochet en El conde como una suerte de exorcismo, en sintonía con el que pretende practicar en la ficción a nuestro protagonista una joven monja (Paula Luchsinger). Sin embargo, al igual que los propósitos de la religiosa y los codiciosos descendientes del vampiro quedan frustrados, la película revela que no es tan fácil erradicar las sombras que anidan en el imaginario colectivo. Larraín equipara a Pinochet con un mito como el de Drácula para deconstruirlo después por la vía de la sátira, haciendo menos hincapié en sus crímenes más aborrecibles que en los más pedestres, el expolio de las arcas públicas: Pinochet ni siquiera fue un monstruo, nos dice Larraín, fue un sinvergüenza. La sorpresa es que el mito se renueva, en lo que puede leerse como una advertencia en torno al hechizo primordial del fascismo y, sin ir más lejos, su resurrección actual.

La estrategia de Larraín es interesante, pero en El conde se aprecia, paradójicamente, que él mismo parece sentirse imbuido a estas alturas de un poder creativo situado más allá del bien y del mal gracias al cual se puede permitir ser poco riguroso. Si ya Spencer adolecía de un desarrollo caprichoso a partir de una idea feliz y de una iconoclastia pop que erraba el tiro en lo esencial, El conde es una película atravesada de arriba abajo por la ocurrencia y el chascarrillo, por un desarrollo narrativo volátil, perezoso —esa voz en off— y atento a las minucias por incapacidad para culminar de modo coherente los ambiciosos planteamientos de que partía.

En esa confusión entre lo fabuloso y lo arbitrario, el extraordinario trabajo de dirección artística y la no menos extraordinaria fotografía a cargo del veterano Ed Lachman, que procura a momentos como el vuelo de la monja una cualidad alucinada, supraterrenal, y ampara unos deslumbrantes efectos digitales en blanco y negro, son un desperdicio absoluto, están fuera de lugar. Tan solo redundan en la condición de El conde como globo hinchado, una producción transnacional lo más espectacula posible a nivel técnico y de sinopsis, pero de argumentos endebles. Nos gustaron, y mucho, Roma (Alfonso Cuarón, 2018) y Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro G. Iñárritu, 2022); pero vale la pena preguntarse a propósito de ellas y de El conde si algunos realizadores latinoamericanos consagrados no se están abocando, con el respaldo nada inocente de plataformas en busca de prestigio como Netflix, a un megalómano distanciamiento estético y tecnológico de la realidad.

  • Montaje: Sofía Subercaseaux
  • Fotografía: Edward Lachman
  • Distribuidora: Netflix