El milagro del padre Stu

(Father Stu)

  • Dirección: Rosalind Ross
  • Guion: Rosalind Ross
  • Intérpretes: Mark Wahlberg, Mel Gibson, Jacki Weaver, Teresa Ruiz, Annet Mahendru, Winter Ave Zoli, Malcolm McDowell
  • Género: Drama
  • País: Estados Unidos
  • 124 minutos
  • Ya en salas

«Drama biográfico sobre Stuart Long, un boxeador convertido en sacerdote que inspiró a innumerables personas durante su viaje desde la autodestrucción hasta la redención. »

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

Una de las grandes deudas que la crítica habrá de satisfacer antes o después es la relativa al cine explícitamente religioso. Desde que las sociedades occidentales emprendieron el camino de lo secular, este tipo de películas se ha refugiado en un gueto de exhibición que permite sentirse cómodos, tanto a sus productores y sus muchos espectadores, como a quienes las detestan. Ello nos permite hablar de un mainstream invisible en toda regla.

En países como España, donde el catolicismo se ha ganado a pulso una imagen pésima, los vínculos entre la industria del cine secular y el religioso son tangenciales, lo que realza el mérito a lo largo de la última década de La última cima (2010), Tierra de María (2013), Claret (2021) y otros éxitos cimentados en un nicho de entre treinta y sesenta mil espectadores, directores estrella como Pablo Moreno y enclaves estratégicos como Ciudad Rodrigo.

En cambio, las confesiones cristianas gozan de plena legitimidad social en muchas zonas de Estados Unidos. Las películas religiosas disfrutan así de un predicamento popular y mediático notable, en el marco de un ecosistema industrial propio, Holywood, que surge en la década de los treinta y experimenta una segunda juventud gracias a la repercusión de La pasión de Cristo (2006). Holywood cuenta con su propia red de exhibición en cines locales, iglesias y televisiones confesionales, pero ha establecido sinergias frecuentes con el cine comercial.

Al fin y al cabo la meca del cine, Hollywood, está obligada a colmar las expectativas de un público generalista y global y, al mismo tiempo, no puede permitirse el lujo de desatender mercados particulares tan rentables como el cristiano. Desde hace unos años directores como Tyler Perry, actores como Sam Worthington y Jennifer Garner y grandes estudios como Sony han tendido puentes entre el cine secular y el religioso con un ánimo, como es habitual en Estados Unidos, que combina las creencias y lo mercantilista.

Mark Wahlberg sigue esa senda como productor y protagonista de El milagro del padre Stu. Wahlberg afirma que «ser católico es el aspecto más importante de mi vida» y dispone para ello desde los trece años de un asesor espiritual, el sacerdote James Flavin, que le aconseja en torno a qué papeles aceptar y cuáles rechazar. El compromiso de Wahlberg con la biografía de (no) ficción que integra El milagro del padre Stu es meritorio en los tiempos que corren y, además, creíble: el arco dramático del personaje que interpreta evoca su propia juventud, atravesada por varios delitos de índole racista que aún le obligan a pedir perdón.

Además, la presencia icónica en un papel secundario de Mel Gibson, director de La pasión de Cristo, y la organización de las primeras proyecciones de la película en instituciones religiosas apuntan a la búsqueda militante de una audiencia receptiva a la historia de pecado y redención que nos cuenta El milagro del padre Stu. Ahora bien, todos estos aspectos se dan de bruces con el intento narcisista de legitimación personal y cinematográfica que Wahlberg intenta aplicar al proyecto en tanto estrella de cine. El actor olvida los factores más importantes en la concreción de una película piadosa, a juicio de ensayistas como Alissa Wilkinson: dejar a un lado la vanidad y la autoconsciencia creativa. 

El milagro del padre Stu recurre por una parte al realismo sucio, merced a una puesta en escena de la desconocida Rosalind Ross —pareja de Gibson desde 2014— que evoca el cine de David O. Russell, implicado en fases tempranas de la producción; y, por otra, toca todas las teclas del subgénero de la biografía oscarizable que nos asola desde hace ya varias temporadas. El resultado de este choque de trenes entre cine religioso, imposturas naturalistas y convenciones genéricas es una propuesta que arriesga en su visión cruda y humorística de Stuart Long (1963-2014), aspirante fracasado a boxeador y actor que acabó por ver la luz como sacerdote y con ello recuperó el afecto de su padre, pero que fracasa por completo al trasladar dicha crudeza y dicho humor a la pantalla.

En El milagro del padre Stu abundan momentos en la transformación física y digital de Wahlberg, la descripción de las fallas psicológicas y dolencias físicas de su personaje y la relación dislocada que mantiene con su padre (Gibson) lindantes con el ridículo. Sorprende la falta de control de Wahlberg sobre su imagen como actor, que replica todos los tics propios de un ganador del Oscar pero que le aboca con toda probabilidad a los Razzie. Y sorprende también la representación de lo white trash, tan desmedida como para pensar en una broma privada o una influencia perniciosa de Gibson, adepto en su propio cine a la expresividad grotesca.

Sin pretenderlo, con espíritu valiente y naif, El milagro del padre Stu acaba por ser una de las mejores caricaturas del biopic estándar y el cine sobre vidas de santos que pueda verse hoy por hoy. Su carácter autoparódico, bizarro, no salva la película de ser un desastre, pero propicia numerosas reflexiones de interés en torno al ego actoral, las conexiones esquivas entre Holywood y Hollywood, y los peligros de intervenir registros cinematográficos como el drama de prestigio sin el talento suficiente para ello.

  • Fotografía: Jacques Jouffret
  • Montaje: Jeffrey M. Werner
  • Música: Dickon Hinchliffe
  • Distribuidora: Sony