Gladiator II
- Dirección: Ridley Scott
- Guion: David Scarpa
- Intérpretes: Paul Mescal, Pedro Pascal, Connie Nielsen, Denzel Washington, Joseph Quinn, Peter Mensah…
- País: EEUU
- Género: Acción
- 148 minutos
- Ya en cines
- «Años después de presenciar la muerte del admirado héroe Máximo a manos de su tío, Lucio (Paul Mescal) se ve forzado a entrar en el Coliseo tras ser testigo de la conquista de su hogar por parte de los tiránicos emperadores que dirigen Roma con puño de hierro. Con un corazón desbordante de furia y el futuro del imperio en juego, Lucio debe rememorar su pasado en busca de la fuerza y el honor que devuelvan al pueblo la gloria perdida de Roma.»
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
La escena más elocuente de esta continuación a una de las películas más populares del último cuarto de siglo es aquella en la que Lucius Verus (Paul Mescal) se interesa por un nombre borrado en el muro donde se honra a los mejores gladiadores que han pasado por el Coliseo de Roma. Ravi (Alexander Karim), un gladiador que, tras conquistar su libertad, ha decidido permanecer en el Coliseo para ejercer como médico de otros combatientes, ruega a Lucius que guarde silencio y le guía hasta las catacumbas del recinto. Allí, iluminado por antorchas, dispuesto como un altar sobre otro muro, se hallan la armadura y la espada del gladiador eliminado de la historia del Coliseo por las autoridades romanas: Maximus Decimus Meridius (Russell Crowe), el protagonista de Gladiator (2000) y, como descubriremos a lo largo de Gladiator II, el padre de Lucius.
A nadie le sorprenderá que Lucius acabe por hacer suyas la armadura y la espada de Maximus y luche, como hizo su padre dieciséis años atrás, por devolver a Roma la dignidad y el esplendor que le continúan arrebatando dos emperadores tan corruptos o más que el Cómodo interpretado en Gladiator por Joaquin Phoenix: los hermanos Geta (Joseph Quinn) y Caracalla (Fred Hechinger). Eso sí, ello supone contradecir de manera flagrante el pasado de Lucius, que había escapado de milagro en la infancia a una muerte cierta a manos de Roma y se había integrado en el reino bereber de Numidia, símbolo hacia el 200 d.C. de “los escasos territorios que aún se resisten a la opresión del Imperio”. Con tal de honrar el ideal dudoso de una Roma más justa y las gestas mitificadas de su padre, Lucius reniega de su identidad adulta, forjada en una comunidad de hombres libres, y experimenta una regresión a la infancia bajo el ascendiente espiritual de un estado y un enredo familiar que nunca habían significado nada para él, más aún, que son responsables directos de la destrucción de civilizaciones como la numidia y la aniquilación de sus seres queridos.
Como suele ocurrir en el cine comercial, el director Ridley Scott y uno de sus colaboradores de confianza en tiempos recientes, el guionista David Scarpa, han materializado sin pretenderlo una alegoría inmejorable sobre el dilema que afronta —y no acierta a resolver— Gladiator II en tanto legacy sequel o secuela tardía de Gladiator. El término legacy sequel, oficializado por Star Wars: El Despertar de la Fuerza (2015), se refiere a filmes que recogen el legado de grandes éxitos realizados varios años y hasta varias décadas atrás y proyectan los hechos narrados en ellos hacia un futuro más o menos distante. Se produce por tanto una cierta correlación entre el tiempo pasado en la ficción, y el transcurrido entre la materialización de una y otra película. Ese considerable lapso temporal hace que una legacy sequel no pueda limitarse a continuar lo planteado anteriormente; sus imágenes sobreescriben las del filme previo a fin de recordar a las nuevas generaciones cinéfilas de dónde proceden y de legitimar ante las más veteranas su existencia.
El pulso entre las imágenes nuevas y el fantasma de las pretéritas, la lucha sin cuartel entre las exigencias de una personalidad atenta a los retos de nuestro tiempo y la nostalgia inmadura por los personajes, los argumentos y las formas del pasado, casi siempre se ha resuelto en los últimos años en forma de relatos estancados en mitad de ninguna parte; relatos susceptibles, bajo el signo de la legacy sequel, de poder repetirse una y otra vez en cuanto se ha comprobado que el trabajo de copipasteo, calco y customización del original ha sido efectivo, aunque sea a costa de una mínima significación propia. Ya apuntamos a propósito de Bitelchús Bitelchús (2024) que no costaba vislumbrar en el horizonte una Bitelchús Bitelchús Bitelchús. Ridley Scott ya ha anunciado Gladiator III. Y, en cuanto la explotación de estas y otras marcas agote su impacto en la pantalla grande, entrarán en escena las correspondientes series de televisión.
Scott y Scarpa intentan que su labor de reescritura en Gladiator II se permee de la carga de épica y cierta espiritualidad que presidía Gladiator y, al mismo tiempo, que la ficción adquiera un carácter más humano, político, serio. Pero no lo consiguen. La épica no se factura, es un conjuro de magia negra que desborda la intención de los responsables de una película, el factor clave que otorga de hecho a Gladiator todo su poder de convicción pese a tratarse de una propuesta objetivamente menor. Gladiator II trata con desesperación de invocar dicha épica pero no basta con incluir metraje del filme previo y frases lapidarias en su estela, ni Harry Gregson-Williams es Hans Zimmer, ni Paul Mescal es Russell Crowe, ni Pedro Pascal es nadie, ni Denzel Washington es Oliver Reed por mucho que se esté alabando su interpretación de negrata chulesco, autoparódico, reciclada para no desentonar con el proyecto de Training Day (2001) y El fuego de la venganza (2004). En el esfuerzo ímprobo por procurar un aura a Gladiator II lo único que se echa en falta es la aparición de Russell Crowe rejuvenecido/adelgazado o recreado sin más digitalmente, como el lamentable Ash (Ian Holm) de Alien: Romulus; pero igual es una carta que Scott se guarda en la manga para Gladiator III.
En cuanto a la espiritualidad, Gladiator se enmarcaba en la visión recurrente por Scott de Dios —o los dioses— como sublimaciones del poder humano, demasiado humano, con el que han de lidiar los desheredados de la tierra —abocados al desconcierto y la resignación— y los ángeles caídos —sedientos de venganza—. Pero el Scott atormentado con la cuestión de hace treinta años, que, en palabras del ensayista Adam Barkman, cifraba El Cielo en “un reposo más o menos ilusorio, un sueño o ensoñación que procura paz en mitad de la tormenta”, ha dado paso al Scott cínico, nihilista de la actualidad, que asfixia a sus personajes en lo mundano y hasta lo grotesco porque ya no cree en espejismos reconfortantes o trascendentes de ningún tipo. Cuando abraza esa evolución —Alien: Covenant (2017), Todo el dinero del mundo (2017), La casa Gucci (2021), Napoleón (2023)—, las películas de Scott son sugerentes. Cuando simula tener alma —El último duelo (2021), Gladiator II— su cine es profundamente aburrido.
Y lo mismo vale para la supuesta dimensión política de Gladiator II, que cae, como ya hemos apuntado, en incoherencias elementales y cuyo relato de las intrigas que rodean a los frágiles representantes del orden de lo apolíneo Geta, Caracalla, Lucila (Connie Nielsen) y Marco Acacio (Pedro Pascal) y al monstruo dionisíaco Macrino (Denzel Washington) se queda en culebrón espeso que menoscaba las dinámicas blockbuster de que presume la película, cuyo presupuesto se sitúa entre los 250 y los 300 millones de dólares. Algo extraño dado que, en sí mismo considerado, el espectáculo que ofrece Gladiator II está lejos de ser memorable. Frente a la grandeza y la minuciosidad en el tratamiento de los escenarios y sus tiempos que caracterizaron las batallas de Tolón y Austerlitz en Napoléon —quizá por recrear sucesos bélicos auténticos—, la batalla inicial y los enfrentamientos en la arena de Gladiator II funcionan por simple exposición, apenas tienen desarrollo más allá de sus extravagantes planteamientos —tiburones, gladiadores que cabalgan rinocerontes en el Coliseo— y abusan de una planificación alicorta, mecánica.
Si Gladiator II existe se debe en definitiva a que, pasados veinticinco años de su realización, Gladiator es un título marcado a fuego en al menos dos generaciones de cinéfilos. Por algo su eslogan era “lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad”. De Gladiator II, en cambio, no va a acordarse nadie apenas haya concluido su periplo por la taquilla y esta temporada de premios porque la ambición de Scott ha sido, como tantas veces en la segunda mitad de su trayectoria, que lo que hizo antaño en el cine tenga su eco en secuelas significativas. Aunque sería tan bonito como paradójico que obtuviese por fin gracias a Gladiator II el Oscar al mejor director que se le ha negado por películas muy superiores.
- Montaje: Sam Restivo, Claire Simpson
- Fotografía: John Mathieson
- Música: Harry Gregson-Williams
- Distribuidora: Paramount Pictures