«No sé si se puede ser cinéfilo sin ser voyeur»

Para encontrar a un cineasta tan identificado con su apariencia, sería preciso remontarse a la silueta de Alfred Hitchcock. Pelo largo, rojizo y lacio, nariz afilada, mirada infantil y chaqueta de tweed: Wes Anderson es más que un look, es una marca. Una marca que últimamente ha exportado en una gira con sus colegas —Jason Schwartzman y Roman Coppola— y sus respectivas compañeras. Berlín, Italia, Marsella, Madrid, Burdeos… Salieron por carretera, en autobús, como una vieja banda de rock. Pero, a pesar de su imagen y de su firme discurso, el personaje de Anderson tiene menos de estrella mitad dandi y medio flower power que de una especie de príncipe Mishkin del cine: cierto reparo y el miedo a no ser sincero le impiden comentar demasiado sobre su propia obra. Continuamente a la búsqueda de la palabra justa, en ocasiones lamenta o teme haber hablado de más. Todo ello con una lengua y una elocución inevitablemente guais y sofisticadas, lo cual le permite conservar un aire elegante en todas las circunstancias, aun cuando suelte dos o tres expresiones de argot y un taco de la manera más discreta, o se ría con esa pícara risa suya algo infantil. Puede ser también que, en el fondo, Wes, el cosmopolita que abandonó Manhattan por el barrio de Montparnasse en París, no haya dejado nunca de ser un muchacho sureño, un chavalito de Houston. Un rincón donde la elegancia y la galantería siempre han formado parte de la educación de los hombres de buena familia. Puede que también sea por eso por lo que sus filmes y sus personajes siempre hayan tenido un toque de humanismo. Si en Moonrise Kingdom los niños se comportaban como adultos, en Isla de perros ocurre a la inversa: son los perros quienes actúan como humanos, y estos, como perros. Resulta difícil hacer más política. De su visión del mundo, así como de su experiencia con los actores y los fans, Anderson nos habla abiertamente mientras bebe agua mineral a sorbitos. En una copa, naturalmente. Por Fernando Ganzo

(Extracto de la entrevista publicada en Sofilm nº 50, abril de 2018)

¿Es cierto que a los 12 años soñaba con ir a vivir a París? 

Sí, quería escaparme e irme a Francia para acceder a una escolarización mejor. 

Y, ahora que vive en Francia, uno no puede evitar pensar, sobre todo viendo Isla de perros, que la situación de los refugiados en La Chapelle o en Calais ha debido de impactarle por la divergencia entre la idea que se hacía usted de ese país y su realidad social. 

Esa idea de la que me está hablando es algo que se le ocurrió a la propia película, por así decirlo. Desde luego, esta no formaba parte de nuestro proyecto inicial. Y para responderle de manera más precisa: los refugiados no son una cuestión únicamente francesa, ni siquiera mediterránea. También sucede lo mismo con ellos en Estados Unidos, en especial, en la manera en que se trata a los mexicanos y a los musulmanes, sobre todo desde hace año y medio. Y todo esto sucedió mientras trabajábamos en el guion de Isla de Perros; por lo tanto, acabó impregnando el filme, aun cuando, de entrada, nuestra intención era hacer algo que estuviera ligado a la historia. Más adelante, vimos hasta qué punto eso se reproducía por todas partes. Mientras escribíamos, el mundo cambiaba en el mismo sentido. Para nosotros, todo ello añadió una forma de responsabilidad.

Ya era el caso en El Gran Hotel Budapest, solo que la Historia entrañaba algo muy conmovedor. Isla de perros es mucho más oscura. 

Para crear la historia, pusimos a un lado nuestras vidas y nos concentramos en la siguiente idea: unos perros en una isla, con una enorme inspiración japonesa. Pero también teníamos que imaginar un gobierno imaginario y nuestras influencias históricas y cinematográficas integraron eso, seguramente de forma inconsciente.

Su universo de animación, como en Fantástico Sr. Fox, da la impresión de ser una enorme casa de muñecas en la que se puede ver lo que sucede en cada habitación. ¿Cree que esto es un poco la quintaesencia de una idea que está presente en todo su cine? 

Es preciso saber que mi película de Hitchcock favorita es La ventana indiscreta. Descubrí este largometraje a los 12 años, en la época en que comenzaba a filmar en Super 8 con la cámara de mi padre. El hecho de verlo todo desde la habitación de James Stewart, por la ventana, me marcó mucho. Claro está que el método de la animación, técnicamente, nada tiene que ver, pero en lo tocante a la historia y a lo que esta significa, para mí no hay diferencia. Lo que cambia es que tienes que trabajar con los actores, por un lado; luego, con el equipo que concibe los muñecos por el otro, y, finalmente, con el equipo de animadores. Y todo esto, para cada uno de los planos. En mi opinión, es un fenómeno inherente a la animación en stop motion, que crea una ralentización del tiempo muy peculiar, es un poco como contemplar el crecimiento de una flor; mientras que, en una cinta tradicional, el trabajo con el intérprete está, para mí, en el centro de todo. 

¿Esa forma de observar está también ligada a su manera de vivir en París? En especial cuando usted todavía no hablaba francés: callejear, contemplar a la gente, sus vidas… ¿No tienen usted o su cine un lado voyeur

Siempre he pensado que el voyerismo era una metáfora del cine, muy interesante por lo demás. Hitchcock, De Palma o Powell forman parte de mis cineastas favoritos. La ventana indiscreta y Vértigo me marcaron, sin duda, por su aspecto voyerista. No sé si se puede ser cinéfilo sin ser voyeur de algún modo. Ya no cuento las veces que, durante una discusión, le digo a mi interlocutor «shhh, shhh» (hace un gesto con la mano de bajar la voz mientras mira de reojo) para escuchar lo que sucede al lado. Pero, a mi entender, está unido a la cantidad de cosas propias del documental que introduzco en mis largometrajes: momentos vividos que se pueden recrear tras haberlos espiado. De algún modo, es una fuente de inspiración.

Hablaba de De Palma: durante una entrevista, nos dijo que un cineasta realiza sus mejores películas entre los 40 y los 60 años de edad. Usted está exactamente en esa franja. ¿Cuál es el primer balance que hace de su carrera? 

¡Uf, todavía me quedan doce años! Desde ese punto de vista, un momento importante para mí fue Viaje a Darjeeling. Roman, Jason y yo iniciamos una manera de colaborar muy diferente respecto a lo que yo hacía en el pasado. Mis películas anteriores habían sido producidas en un sistema muy tradicional y estadounidense. Queríamos hacer una cinta en un entorno mucho más libre, desembarazarnos de estas prácticas y encontrar un método más eficaz y más divertido para nosotros. Más rápido, más extraño, más flexible, más interesante. Nos deshicimos de las caravanas; los actores estaban alojados en el plató, se vestían como los personajes nada más levantarse de la cama e íbamos a rodar al tren. Vivíamos todos juntos, comíamos juntos, y esto es algo que, a partir de entonces, continuamos haciendo: ¿qué sucede si las personas imprescindibles para la elaboración de un filme están todas juntas en un mismo lugar cada día? Para mí fue una verdadera cura de rejuvenecimiento. Reviví algo que ya había experimentado en Academia Rushmore, en la que Jason Schwartzman y yo dormíamos en la misma planta y cenábamos juntos todas las noches, o con Bill Murray, que se alojaba dos habitaciones más allá de las nuestras. Cuando hice Los Tenenbaums en Nueva York y Life Aquatic en Italia, tenía la impresión de tener que luchar contra la película.

¿Puede que Life Aquatic fuera demasiado cara y grande para usted? 

Sí, lo era. Y si hubiera podido quitar veinticinco páginas de guion, esto me habría dejado margen para tomar decisiones.

Enseguida creó su propia productora, American Empirical Pictures. ¿Por qué? 

¡Ay! Si supiera… Roman (Coppola) tiene una sociedad en Los Ángeles, The Directors Bureau, con empleados, cuentas, un edificio, un equipo. En American Empirical Pictures… ¡no hay nadie! Solo estoy yo. Bueno, tengo una impresora. Pero no es nada más que un nombre. El modelo era The Archers, la productora de Michael Powell y Emeric Pressburger, pero que, en el fondo, solo era un apelativo que habían querido darse para trabajar juntos. El último largometraje de Noah (Baumbach) fue distribuido por Netflix y, en la actualidad, trabaja en uno que está siendo producido directamente por ellos, lo cual supone una mejor manera de hacer las cosas, me parece, porque es en esa fase en la que se hacen los deals. Creo que con esta compañía puedes hacer lo que quieras, ya sea una serie o un filme. Lo que cambia son los términos de financiación y distribución. Sobre todo, los de distribución, que son inusuales. Pero, como método de producción y de trabajo, tengo la impresión de que la cosa puede salir conforme a lo que uno desea. 

En su «sistema» de trabajo es costumbre reunir a muchos actores muy importantes y muy diferentes entre sí. ¿No crea esto incompatibilidades? 

Veo lo que quiere decir. Por ejemplo, como cuando se necesita hacer muchas tomas con un intérprete, mientras que con su compañero sucede precisamente lo contrario. Si no me equivoco, eso es lo que le pasó a Spielberg cuando hizo Hook (El capitán Garfio): a Robin Williams le bastaban las dos o tres primeras tomas, mientras que Dustin Hoffman necesitaba veinte. Le voy a confesar una cosa: me cuesta pensar en actores que, ya desde la primera toma, sean tan buenos. Gene Hackman, quizá. Pero hasta él podía mejorar. Depende también del director. Por ejemplo, Clint Eastwood hace a menudo una toma y, si le gusta, dice: «Vale, está bien, pasemos a la siguiente». (Luego, en voz baja, como imitando a un niño que confiesa un error.) Decididamente, ¡yo no soy Eastwood! Solemos hacer muchas, muchas tomas. Pero me pregunto si no es eso precisamente lo que crea un determinado ambiente con los intérpretes. Por ejemplo, si Edward Norton rodara con Eastwood, pensaría: «Más me vale estar preparado, porque solo podré hacer dos tomas, tres a lo sumo; así que tengo que dar la talla a la primera», mientras que conmigo, más bien pensaría: «Qué guay, empezamos con las repeticiones». Esto es pura especulación, pero si hablo de Norton es porque solemos hacer un montón de tomas con él, mientras que, si rodara con Eastwood, sería capaz de elegir exactamente adónde quiere ir y con qué toma. Obviamente, esto depende asimismo de lo que haya que hacer exactamente. A veces, está clarísimo, el actor y yo lo sabemos, y obtenemos lo que hay que obtener. He hecho largometrajes en los que lo que buscaba era bastante simple. Pero, también, otros con planos a veces largos, coreografiados, en los que los intérpretes tienen que desplazarse, coordinarse entre sí y, eventualmente, también con los elementos del decorado. Esos planos funcionan como por abstracción. Todo debe funcionar como una máquina, y la interpretación del actor ha de integrarse en esa maquinaria, lo cual puede representar en ocasiones cierto desafío.

Al escucharlo, uno tiene la impresión de que Gene Hackman ha sido el intérprete más difícil con el que ha trabajado… 

Lo que está claro es que fue el actor a quien más nos costó convencer para que actuara en una de mis películas [Los Tenenbaums, N. de la R.]. Simplemente, no quería participar en ella. Nunca he pasado tanto tiempo intentando persuadir a alguien para que actuara para mí. Ni siquiera nos habíamos visto antes: todo lo hicimos a través de cartas o conversaciones con su agente. Acabó aceptando, así que, al final valió la pena. Y no diría que fue un intérprete difícil, pues tampoco tenías que luchar para que fuera bueno. Siempre lo era. Eso sí, a veces podía ser gruñón y adusto. Podía ser implacable y enfadarse, pero, aparte de eso, no diría que fue complicado, por eso: porque no tenías que pelear para actuara bien. Siempre lo hacía.

Dice que podía ser gruñón… ¿hasta el punto de negarse a rodar un plano? 

No hasta ese punto. Pero, por decirlo así, tampoco te morías de ganas por explicarle lo que tenía que hacer en el plano siguiente. Al principio del rodaje, sobre todo, no encontraba la manera de dirigirme a él. Y cuando la encontré, estuve demasiado a gusto. Consecuencia: seguí cometiendo errores. Por tanto, siempre hay que estar muy atento: a Hackman le gusta trabajar de cierta manera y te corresponde a ti adaptarte para entrar en su mundo. Es más: diría que le gusta vivir de un modo determinado. Odia estar en un plató. Pero le encanta lo que ocurre entre el «¡Acción!» y el «¡Corten!». Sucede con él un poco como con algunos grupos de música: te puede encantar tocar y odiar las giras. A veces, rodábamos en exteriores y él se encontraba muy incómodo. Todo parecía distraerle, tenía frío… Pero en cuanto la cámara comenzaba a rodar, se ponía contento de veras. Y cuanto más difícil era lo que tenía que hacer, más le gustaba. Tomas complicadísimas, larguísimas, con muchos diálogos, en las que tenía que cambiar de posición… ahí donde la mayoría de los actores se hacen un lío eso es lo que a él le encanta, ya que es lo que lo obliga a concentrarse a fondo. Me acuerdo que después de filmar algo así vino a verme y, casi sin mirarme, me dijo en voz baja: «Me ha gustado mucho su puesta en escena en esta toma». Dicho esto, se marchó. 

Los intérpretes icónicos como él suelen interpretar en sus filmes el papel de «mentor». ¿Ha tenido también mentores en la vida real? 

Para Owen (Wilson) y para mí, James L. Brooks fue y sigue siendo un excelente maestro. No solo ha hecho películas buenísimas y series de televisión, sino que tiene realmente muchos «discípulos». Ha producido a personas a las que nadie podría haber producido nunca, y las ha guiado, entrenado. Es de veras brillante.

Los personajes femeninos también son muy peculiares en todas sus cintas: mujeres un tanto escurridizas, reservadas, muy imaginativas, frágiles, románticas… ¿De dónde le viene todo esto exactamente? 

Lo que puedo decirle es que, cuando Roman y yo escribíamos Moonrise Kingdom, si había un personaje con el que yo me identificaba más, que era un poco «yo»: Suzy, la jovencita. Su imaginación, su manera de vivir en el seno de otras historias, en las formas artísticas que le gustaban… Hay muchos detalles de su vida que proceden de la mía. Lo que quiero decir con esto es que no consigo distinguir mis personajes femeninos de los masculinos. No veo la diferencia. Podría mezclarlos, podrían pasar de un filme a otro indistintamente.

Retomando el tema de los «mentores», usted también ha podido devolverles el favor, como cuando produjo la última película de Peter Bogdanovich, Lío en Broadway. Incluso De Palma dice haber aprendido mucho con usted. 

¿Eso ha dicho? ¡Jamás me lo confesó en persona! Brian, Noah (Baumbach), Jake Paltrow y yo nos reunimos con regularidad y ya somos viejos amigos. Cuando estamos todos en Nueva York, una vez a la semana vamos juntos al mismo restaurante. 

¿Y tienen sus personajes de ficción algo de De Palma o de otros directores? 

Precisamente el personaje de James Caan en Bottle Rocket, Owen y yo lo habíamos escrito antes de haber conocido realmente a James L. Brooks, lo cual significa que, incluso antes de tenerlo como padrino, ya nos interesaban este tipo de relaciones. En Academia Rushmore se estableció una dinámica semejante con el personaje de Bill Murray. Y cuando hicimos Viaje a Darjeeling, pese a que su papel no posee mucha importancia en el filme, en cierto modo necesitábamos de su presencia en el rodaje y en la cinta. En el plató le dije: «Bill, aquí no interpretas a un hombre, encarnas un símbolo». ¡Eso es casi lo contrario de lo que se le suele decir a un actor! Y, aunque en Isla de perros no hay realmente un personaje inspirado en De Palma, sí que hay un pasaje que, literalmente, procede de él.

¿Cuál? 

Está en la segunda mitad de la película. Es un encuentro en un puente, con varias manadas de perros que llegan desde diferentes flancos; la policía, por otro… Hay muchos elementos que convergen en un solo punto en mitad de ese puente. Pues bien, si ves Impacto (1981), está la escena mítica del pinchazo del neumático y el accidente, al comienzo del filme. Aquí, De Palma logra unir todos los elementos y espacios diferentes que están en juego: el coche, Travolta registrando todo con su micrófono, los ruidos de la naturaleza. En Doble cuerpo (1984) hace algo semejante en la secuencia del cordón policial. Y, finalmente, en Los intocables de Eliot Ness (1987), está la secuencia en la que Ness y sus hombres se adueñan de un cargamento de alcohol en una emboscada sobre un puente. Así que, cuando tuve que concebir este momento en Isla de perros, me dije: «¿Quién es el mejor cuando se trata de plantear escenas de una manera viva, clara y emocionante?». La respuesta era Brian De Palma.

En este tipo de situaciones, ¿llega a mostrarle la secuencia que le inspira a su equipo? 

La veo yo y se la enseño a la persona encargada del storyboard. Lo digo a la ligera, pero no es moco de pavo: solo la secuencia de la playa con los drones nos llevó un mes plasmarla en el storyboard. Si le muestro a esta persona la escena de un largometraje, nos servirá para saber qué se puede tomar prestado de ahí y, una vez tomada la inspiración, nos pertenece y podemos hacer con ella lo que queramos. Hicimos lo mismo con las películas de Kurosawa y Miyazaki, que enseñé a otros miembros del equipo. Pero, en el caso de De Palma, sobre todo me ayudó a mí a planificar. Según mi experiencia, este tipo de cosas dependen completamente del realizador. En Viaje a Darjeeling, había también una escena con una larga espera muy depalmiana, en la que el tren se aleja en dirección a unos arbustos, todo ello filmado con un movimiento de grúa. Pero cuando la vimos, ¡no tenía ninguna gracia! De hecho, no había nada interesante en esos matorrales, por lo que tuvimos que cortar todo ese homenaje. Por lo demás, Isla de perros está toda llena de split-screens. Y eso es también 100% De Palma. En Los Tenembaums, la cosa fue más sorprendente: de repente, me vi influido por Almodóvar. Siempre me ha gustado su cine, incluso antes de empezar a hacer pelis. Pero, en este caso, había cosas tan específicas en relación al estilo del filme que tuve la impresión de estar robándole. Para mí siempre ha sido un modelo desde el momento en que te preguntas cómo vivir en cuanto cineasta. Tener tus propias historias, tu ciudad. Lo mismo que Bergman. Tener una región, un hogar, una familia para hacer cine. 

¿Y cuál ha sido su «robo» más grande? 

Quizá la secuencia de Jason (Schwartzman) en la cabina telefónica de su escuela en Academia Rushmore. Toda esa escena es la recreación exacta de un pasaje de un largometraje de Frederick Wiseman, High School (1968). Wiseman también vive parte del año en París y vio la película. Enseguida se percató y me dijo: «Hummm». ¡Tuve que confesarle todo! • (Extracto de la entrevista publicada en Sofilm nº 50, abril de 2018

La crónica francesa, de Wes Anderson, actualmente en salas de cine.