Thunderbolts*

  • Dirección: Jake Schreier
  • Guion: Eric Pearson, Joanna Calo
  • Intérpretes: Florence Pugh, David Harbour, Sebastian Stan, Hannah John-Kamen, Olga Kurylenko, Wyatt Russell, Julia Louis-Dreyfus, Lewis Pullman…
  • País: EEUU
  • Género: Acción
  • 126 minutos
  • Ya en cines

  • «Un grupo de supervillanos poco convencional es reclutado para hacer misiones para el gobierno: Yelena Belova, Bucky Barnes, Red Guardian, Ghost, Taskmaster y John Walker. Después de verse atrapados en una trampa mortal urdida por Valentina Allegra de Fontaine, estos marginados deben embarcarse en una peligrosa misión que les obligará a enfrentarse a los recovecos más oscuros de su pasado.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

La máscara del superhéroe encubre la identidad del individuo que la porta y, al mismo tiempo, revela a sus adversarios y admiradores todas y cada una de sus facetas de carácter. «La máscara, en palabras de Gao Xingjian, es la proyección de nuestra carne y nuestra alma (…) La máscara permite al ser humano contemplarse en el más profundo de los asombros». Asombro que cabe deducir también de las coloridas vestimentas de los superhéroes, sus superpoderes y flaquezas, sus habilidades particulares de lucha y sus panteones de enemigos; como la máscara, cada uno de estos elementos contribuye a decirlo todo del superhéroe mientras trata de ocultar y ocultarse quién es a fin de no perjudicar otra mascarada de valor significativo mucho menor: la cotidiana.

Por eso la naturaleza arquetípica del género resulta tan irresistible y peligrosa, y por eso sus relatos pueden presumir de ser más grandes que la vida: aportan a la misma todo aquello que esta se niega a sí misma, atrapada como está en constructos psicologistas y didácticos que hacen de nuestros tormentos y nuestros éxtasis, nuestros temores y nuestras pulsiones, meras manifestaciones de una personalidad asimilable fácilmente por el sistema, domesticada. No hace falta decir que Marvel Studios ha renunciado hace tiempo a la condición arquetípica, bigger than life, del superhéroe; ha traicionado la dialéctica entre lo apolíneo y lo dionisiaco, «la ciencia estética y la intuición ética» (Friedrich Nietzsche) que se desprende de los cuerpos en tensión, icónicos y al tiempo cinéticos, del superhéroe y la superheroína, capaces de albergar multitudes.


Kevin Feige y sus minions han preferido regodearse en una forma de costumbrismo superheroico donde los personajes no se ocultan bajo máscaras ni indumentarias excepcionales; exhiben abiertamente su personalidad vestidos de lo que podrían considerarse uniformes, pues todo en ellos exuda un talante funcionarial, sin lugar para los contrastes sociopolíticos, existenciales ni junguianos. De este modo, ninguna de sus características superheroicas tiene la menor importancia real. Es un cine con superhéroes, pero no de superhéroes, pues se han eludido cada vez en mayor medida las claves idiosincrásicas del género para no afrontar sus potenciales argumentales y formales, «que nos recuerdan inclementemente quiénes somos y lo que desearíamos o deberíamos ser, por mucho que nos burlemos de ello o lo neguemos (…) los superhéroes se atreven a decirnos lo que el cuerpo social reprime, ha de reprimir: que nuestras mentes son lo bastante grandiosas como para contener a todos los dioses y los demonios habidos y por haber» (Grant Morrison).




Esta degradación del superhéroe viene apreciándose en el Universo Cinematográfico de Marvel desde al menos 2016, y ha desembocado en su fase quinta —que inició  Ant-Man y la Avispa: Quantumanía y concluye precisamente Thunderbolts*— en una serie de películas estériles, condenadas al guiño friki mecánico, la continuidad insustancial y un humanismo esquemático, propio de los melodramas televisivos de media tarde. Pese a tratarse del título que dará paso a la sexta fase del Universo Cinematográfico de Marvel —supuestamente presidida de nuevo por la épica—, Thunderbolts* comparte y hasta exacerba esta mediocridad filosófica y, como consecuencia, artística. Bajo el pretexto de presentar al primer grupo de antihéroes de Marvel Studios, que unen fuerzas a regañadientes y acaban por trascender su asignación como perdedores para formar una gran familia y ocupar una posición relevante de cara a Avengers: Doomsday (2026), nos hallamos ante una película de autoayuda de manual en la cual el auténtico antagonista del Guardián Rojo (David Harbour), Bucky Barnes (Sebastian Stan), el Agente USA (Wyatt Russell), Fantasma (Hannah John-Kamen) y, en especial, Vigía (Lewis Pullman) y Yelena Belova (Florence Pugh) es La Depresión. Así, con mayúsculas, nula sutileza y precipitando en una batalla última, digna de Pesadilla en Elm Street 3: Los guerreros del sueño (1987) o Línea mortal (1990), que se cuenta entre lo más ridículo que ha imaginado La Casa de las Ideas.


Para justificar esa deriva hacia el drama terapéutico y semejante final, donde el interior de nuestros cráneos no alberga, volvemos a Grant Morrison, no «un portal al infinito» sino, Yelena dixit, «un laberinto de traumas interconectados», Thunderbolts* ha de desechar, como hemos adelantado, cualquier tropo superheroico susceptible de problematizar a los personajes, sus poderes, sus relaciones y los escenarios donde transcurre la acción. Las buenas críticas recibidas por la película solo se entienden en el contexto de un Universo Cinematográfico de Marvel en caída libre y el empeño sectario a partir de excusas frágiles —un reparto más carismático que los de The Marvels (2023) o Capitán América: Brave New World (2025), las invocaciones tan reiteradas como desesperadas al aura de Los Vengadores de antaño— por aferrarse con ojos cerrados y puños apretados a un simulacro de mejora. Porque la realidad es que los superhéroes y supervillanos de Thunderbolts* no emplean máscaras, trajes, superpoderes y combates para sublimar sus frustraciones y anhelos sino para somatizarlos, algo muy diferente. Los diálogos vuelven a provocar vergüenza ajena por su torpeza expositiva y su humor estúpido. Las interpretaciones son terribles, con mención especial para una Florence Pugh que empezó siendo la actriz más perturbadora de su generación y ahora da algo de grima. Y las escenas de acción son escasas, forzadas y, en algún caso —la aparición de Bucky en el desierto— más desangeladas que los escenarios de un videojuego de hace treinta años.


El aburrimiento y la desidia se acentúan con una fotografía de Andrew Droz Palermo —colaborador habitual de David Lowery— que se pretende en sintonía con la aflicción que experimentan Yelena y Vigía y solo resulta inexpresiva, y una puesta en escena de Jake Schreier —enésimo espejismo indie salvado por Marvel Studios del suicidio en algún motel— que apenas nos brinda una idea visual en dos horas de metraje: el plano cenital de iluminación expresionista durante la primera escaramuza de Yelena contra oponentes que arrojan largas sombras en el suelo, evidencia de que la ex Viuda Negra no está enfrentándose tanto a oponentes físicos como a sus propios fantasmas o zonas de sombra, aspecto relevante cuando haga acto de aparición el villano. Es el único detalle formal reseñable de Thunderbolts*, una película de usar y tirar no ya por su imbricación en un engranaje productivo embrutecedor, sin más sentido que su autoperpetuación el tiempo que sea posible, sino porque esa estrategia incide de lleno en el menoscabo premeditado del superhéroe. Solo faltaría que Marvel termine por demoler como estudio el género que contribuyó decisivamente a erigir como editorial.

  • Montaje: Angela Catanzaro, Harry Yoon
  • Fotografía: Andrew Droz Palermo
  • Música: Son Lux
  • Distribuidora: Disney