Almas en pena de Inisherin (A favor)

  • V.O.: The Banshees of Inisherin
  • Dirección: Martin McDonagh
  • Guion: Martin McDonagh
  • Intérpretes: Colin Farrell, Brendan Gleeson, Kerry Condon, Barry Keoghan…
  • Género: Drama
  • País: Reino Unido
  • 117 minutos
  • El 3 de febrero en cines

«Ambientada en una isla remota frente a la costa oeste de Irlanda, cuenta la historia de dos amigos de toda la vida, Pádraic y Colm, quienes se encuentran en un callejón sin salida cuando Colm pone fin a su amistad de un modo abrupto.»

Por Carlos Reviriego

La riqueza y complejidad que nutre esta película puede pasar desapercibida frente a la deriva trágica de una amistad rota. En su epidermis, Almas en pena de Inisherin es una fábula moral que avanza en línea recta sobre dos viejos amigos que, sin motivo aparente, dejan de hablarse. No es tanto un drama sino una sobria, pausada meditación sobre la gradual pérdida de humanidad. Pero con toda su entidad mitológica y su espectacular paisajismo en los escarpados arrecifes de la costa irlandesa, pareciera realmente que el núcleo del filme es su cónclave, la geografía y la cultura que retrata a través de él.  

Para absorber el drama interior del cuarto largometraje de Martin McDonagh, el espectador debe habitar la película, pues nada ni nadie escapa al entorno: las actitudes y las decisiones de los personajes se definen a través de la remota isla, la ficticia Inisherin, donde transcurre el relato como dentro de una olla a presión. 

Inisherin destila soledad, aburrimiento, depresión y ruptura. Es un lugar crudo, inhóspito como su viento, un mundo primitivo donde la electricidad aún no ha llegado y las cartas tardan semanas en alcanzar su destino. La vida es un proceso básico de demolición, cuyo propósito pasa por alimentar a los animales y asistir a misa. El resto del tiempo, mucho, se invierte en holgazanear en la taberna, tocar música, leer (quien sepa hacerlo) y dar largos paseos por los arrecifes. No hay apenas lugar para el romanticismo y la alabanza de aldea. El relato transcurre durante el año de la guerra civil irlandesa (1922-1923) y los estertores bélicos que llegan a través del siempre embravecido océano no hacen sino reforzar ese aislamiento. La contienda, que transcurre cerca pero lejos al mismo tiempo, no parece incumbir a los escasos lugareños de Inisherin (con su cura, su policía, sus zangolotinos, su tendera cotilla, su afable tabernero y una anciana misteriosa, como mandan los cánones del costumbrismo rural), aunque no en vano inventarán sus propias guerras. Como en una película de John Ford —obviamente,el Inisfree de El hombre tranquillo actúa de molde—, iremos familiarizándonos con sus escasos pobladores, solo que aquí el sentido solidario de la comunidad, tan fordiano, se revela como un espejismo.

La guerra que alimenta el filme es la de Padriac Suilleabjain (Colin Farrell) y Colm Doherty (Brendan Gleeson). Es una guerra de silencios y desafíos. Incluso una guerra inesperada. Al principio de la historia, que se antoja profundamente literaria, Padriac ve el humo más allá del océano y rumia: «Buena a suerte a todos, por lo que sea que os estéis matando». Cuando el guionista / director, el muy respetable McDonagh, hace que el protagonista hable solo es porque tiene algo importante (por obvio que sea) que decir al espectador. No olvidaremos esta frase porque resonará y resonará bajo la calma tensa de los acontecimientos. 

McDonagh es un buen escritor. Un gran dialoguista, en cualquier caso. De hecho, la película es como una semiadaptación del teatro. El irlandés, antes de volcar su negra furia cómica y su complicidad posmoderna en Perdidos en Brujas (2008) y Siete psicópatas (2012), para culminar un cierto discurso de la mordacidad en Tres anuncios en las afueras (2017), ya era un reputado autor teatral, artífice de negras comedias locales que acontecían en la costa oeste de Irlanda: The Beauty Queen of Leenan, The Cripple of Inishmaan, The Lieutenant of Inishmore… De hecho, The Banshees of Inisheer (la más pequeña de las islas de Aran) la escribió originalmente en aquel periodo, pero nunca trascendió la página. Un cuarto de siglo después, ligeramente renombrada, se convierte en su último trabajo tras la cámara y, para los que esperaban un nuevo rizo posmoderno, un paso atrás (o adelante, según se mire) en su filmografía.

En gran medida, se trata de un regreso a las raíces. Si bien McDonagh creció en Londres, sus orígenes están en el condado de Galway. Al mutar la verdadera Inisheer en la ficticia Inisherin (rodada en Inis Mór), el relato conjura un no man’s land que denota su cualidad mítica, un no lugar de aire enrarecido, gentes y comportamientos primitivos, existencias insulares… Hay una pesquisa antropológica en todo ello.

El hombre que venera a Mozart y compone sonatas al violín, el que está cansado de mantener «estúpidas conversaciones» con su colega de toda la vida, será el mismo que amenace (seriamente) con arrancarse un dedo cada vez que su viejo amigo intente hablar con él. Así se desata la furia. Desde la sinrazón disciplinada. La fascinación de McDonagh por filmar la seca violencia de miembros amputados sigue intacta. En comparación con el minimalismo narrativo de Almas en pena de Inisherin, no le falta razón a McDonagh cuando señala que sus anteriores filmes tenían demasiada trama. Esta es quizá una película de fantasmas, pero sobre todo es una película de momentos, y todos los que son memorables lo son por cuenta de sus actores, los mismos con quienes debutó en la pantalla, Colin Farrell y Brendan Gleeson. El primero traspasa a otra dimensión como actor. Envejecido pero jovial, interpreta con sus ojos para tensar la mirada en ese punto inconcreto que necesita un filme cuyo conflicto central es la banal bonhomía de un presunto discapacitado mental que, sin embargo, se expresa con excéntrica lucidez.

Pero hay otros dos intérpretes que, como satélites en la función, otorgan volumen y densidad al relato. Siobhán, la hermana de Padriac, nos recuerda en la piel blanca de Kerry Condon a la soltera de oro y férreo carácter que inmortalizara Maureen O’Hara en la inolvidable Mary Kate Danaher. El vestuario colorido juega constantemente esta baza. No aspira al reemplazo imposible, más bien a una lectura tributaria. La escena que protagoniza junto a Barry Kheogan, recortados ambos personajes por la inmensidad del lago, escala a la inmediata emoción por sus excelentes encarnaciones. La intimidad sentimental se revela inscrita en la épica del paisaje. Y al otro lado del lago, una silueta negra, bergmaniana, como una sombra que se cierne.

Hay que echar mano de este tipo de escenas, de su cadencia y su vida interior, para comprender cuándo un dramaturgo reciclado en director de cine ha conquistado una genuina madurez en su arte.

  • Fotografía: Ben Davis
  • Montaje: Mikkel E.G. Nielsen
  • Música: Carter Burwell
  • Distribuidora: Disney