La bestia en la jungla (cara A)

  • V. O.: La bête dans la jungle
  • Dirección: Patric Chiha
  • Guion: Patric Chiha, Axelle Ropert, Jihane Chouaib (Novela: Henry James)
  • Intérpretes: Anaïs Demoustier, Tom Mercier, Béatrice Dalle, Mara Taquin, Martin Vischer…
  • País: Francia
  • Género: Drama
  • 103 minutos
  • El 8 de marzo en cines

«La historia transcurre durante 25 años (de 1979 a 2004) en un enorme club nocturno, donde un hombre y una mujer observan y esperan un evento desconocido, mientras seguimos la evolución de la música disco a la tecno como banda sonora de la historia de una obsesión…»

Por Noah Benalal

Una adaptación lisérgica y minimalista del relato de Henry James La bestia en la jungla, fábula existencialista en la que solo suceden dos cosas: una espera que no deja de anunciarse a sí misma, y un encuentro que se prolonga toda la vida. Bajo su aparente simplicidad y el ejercicio de hipnosis musical que oblitera nuestra percepción del tiempo, se revela un laberinto psicológico en el que merece la pena perderse. 

«Me gustaría escribir un libro sobre nada», declaraba Gustave Flaubert en una de sus cartas a Louise Colet, en 1852. «Un libro que no haga referencia a nada fuera de sí mismo, que se sostenga por sí solo mediante la fuerza interna de su estilo, del mismo modo que la Tierra se sostiene sola en el espacio.» Este ideal literario, formulado no sin algo de ironía, lo han perseguido con el mayor de los compromisos los autores más brillantes de la literatura universal. Lo cumple con creces Henry James en La bestia en la jungla, uno de sus últimos relatos —escrito en 1903—. La obra se ha adaptado al cine dos veces este año con muy diferente vocación y resultado.

Si bien Bertrand Bonello se propuso en The Beast estallar los límites del relato y ampliarlo en todas las direcciones, complicando su andamiaje formal para convertirlo en un complejo artefacto metanarrativo en tres tiempos, Patric Chiha logra, en La bestia en la jungla, recuperar el ideal flaubertiano y demostrar que, a veces, menos es más. Siguiendo a James —el auténtico maestro de la ocultación del sentido en las formas, así como de las revelaciones brutales y últimas—, la suya es una película en la que no pasa nada: solo que dos personajes se encuentran, y que hablan, y que esperan, y que este acto de espera transforma su vida, que no es vida apenas, de forma irreparable. 

Trasladando la acción del relato decimonónico al interior de una discoteca moderna, el tiempo se suspende y se estira: el físico de los actores no cambia en absoluto mientras transitamos elípticamente desde 1989 hasta 2004, presenciando el paso del disco al tecno y, fuera de plano, la caída del muro de Berlín, la crisis del sida y los atentados de las Torres Gemelas. El mundo cambia, pero ellos no. La vida avanza, pero su historia de amor (apenas percibido, nunca consumado), no. Únicamente durante unos instantes somos capaces de vislumbrar el exterior de la discoteca, una experiencia de la que el punto de vista elegido ha querido privarnos: estamos limitados por las ansiedades del personaje masculino, el eje inmóvil de la obra, nuestro John Marcher (Tom Mercier), convencido de que algo absolutamente trascendental lo acecha a la vuelta de la esquina y promete transformar su existencia para siempre. 

En este delirio obsesivo (que no es de grandeza necesariamente, sino de ensimismamiento y entrega desmedida a una percepción común: ¿quién no está convencido, en el fondo de su ser, de que algo importante debe aguardarle en la vida?), Marcher no vive, se limita a observar. A su alrededor aletea May Bartram (Anaïs Demoustier), que se convierte en confidente de este hombre ensimismado que nunca participa en la acción de la fiesta. Con una interpretación ingenua y distanciada, los personajes no están apenas caracterizados: solo los conocemos a través de sus conversaciones, que versan siempre sobre algo distinto de sí mismos, lo que ya ha sucedido y lo que les podría suceder. Solo los distinguimos a través de sus vínculos —poco profundos, accidentales, como de extraños que se encuentran una y otra vez— y de un aprendizaje que, en el caso de Marcher, llega demasiado tarde. Si bien existencial, la película no es exactamente trágica: no puede serlo con el encanto anestesiado que cobra el abismo en ella. Como dice la canción de Rusos Blancos, de la misma especie rara de anestesia: «La vida se pasa y no hay nada más, bailando hacia el desastre». 

  • Montaje: Julien Lacheray, Karina Ressler
  • Fotografía: Céline Bozon
  • Música: Florent Charissoux, Émilie Hanak, Dino Spiluttini
  • Distribuidora: Surtsey Films