Tierras perdidas
- Dirección: Paul W.S. Anderson
- Guion: Constantin Werner, Paul W.S. Anderson (Historia: George R.R. Martin)
- Intérpretes: Milla Jovovich, Dave Bautista, Arly Jover, Amara Okereke…
- País: Alemania
- Género: Acción
- 101 minutos
- Ya en cines
- «Basada en el relato de George R. R. Martin. Una reina (Amara Okereke), desesperada por encontrar la felicidad en el amor, envía a la poderosa bruja Gray Alys (Milla Jovovich) a las Tierras Perdidas, en busca de un poder mágico que permite a una persona transformarse en un hombre lobo. Con el misterioso cazador Boyce (Dave Bautista), que la apoya en la lucha contra criaturas oscuras y despiadadas, Gray deambula por un mundo inquietante y peligroso. Pero solo ella sabe que, cada deseo que se concede, tiene consecuencias inimaginables.»
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
Escribíamos hace unos meses a propósito de Megalópolis (2024) que los experimentos de su director, Francis Ford Coppola, con las transiciones, los fondos y las sobreimpresiones digitales tienen precedentes estéticos y estilísticos —aún no reconocidos por muchos— en aquellas tendencias primerizas del píxel-espectáculo que representaron en la primera década del siglo XXI Casshern (2004), Sky Captain y el mundo del mañana (2004), 300 (2006), Speed Racer (2008), Enter the Void (2009) o Tron: Legacy (2010); títulos tachados de post-cine aunque alumbrasen, por el contrario, la posibilidad de reinventar el medio, de retrotraerlo a esa era mítica “en la que el cine todavía no sabía que era cine” (André Bazin) y, por tanto, podía ser cualquier cosa.
Es decir, Coppola no descubrió nada con Megalópolis; expresó tarde y mal unos discursos utópicos indisociables del revolucionario paradigma digital de hace veinte años, reducido hoy por hoy en el cine mayoritario a su mínima expresión y, en el caso de Megalópolis, al kitsch. Lo mismo cabe decir curiosamente de Paul W.S. Anderson, que nos brinda con Tierras perdidas su película más vanguardista y, al mismo tiempo, más rancia, pasados treinta años de su debut como realizador con Shopping (1994).
A diferencia de Coppola, eso sí, Anderson y su partner in crime, Milla Jovovich, han sido y son unos oportunistas, lo que, unido al entusiasmo primario del director por las manifestaciones pulp les ha permitido sobrevivir en una industria cultural cada vez más convulsa e impredecible. Su estrategia, películas fantásticas y de aventuras de presupuesto medio, tan distantes en espíritu de las producciones asépticas para streaming como de los blockbusters hollywoodenses.
Varias de ellas, como las delirantes entregas cuarta y quinta de Resident Evil (2007-2010), la steampunk Los tres mosqueteros (2011) y el péplum postmoderno y al tiempo neoclásico Pompeya (2014), han ostentado rasgos singulares. Pero, por lo general, la invención audiovisual de Anderson ha estado por debajo de los materiales con los que trabajaba, de modo que su aproximación a los videojuegos —Resident Evil (2002)— o motivos contrastados del terror y la ciencia ficción —Horizonte final (1997), Alien vs. Predator (2004)— se ha caracterizado por una funcionalidad de los engranajes narrativos y la puesta en escena que en sus dos últimas películas, Resident Evil: Capítulo final (2017) y Monster Hunter (2020), ha dado muestras de agotamiento. Pese a todo, Anderson ha sido capaz de reiterar en casi todas sus películas una filosofía autoral presente asimismo en Tierras perdidas: la consideración juguetona del universo cine como mapa antes que territorio, como simulacro abierto al mashup de géneros, imaginarios y figuras retóricas y a la contaminación por los signos del videojuego, el cómic, el remake…



En el caso de Tierras perdidas, su origen es un relato escrito en 1982 por el santón friki George R.R. Martin, que se ambienta en un futuro de tintes feudales y ciberpunk donde los supervivientes a un apocalipsis acaecido décadas atrás han hallado cobijo en una ciudad regida con mano de hierro por autoridades religiosas y monárquicas. Una bruja “a la que no se puede ahorcar”, Gray Alys (Jovovich), acepta la misión de adentrarse en las tierras perdidas que constituyen la mayor parte de nuestro planeta, colonizadas por criaturas monstruosas y violentas. Con el objetivo de proteger su vida y que cumpla con su cometido, Alys es escoltada por un pistolero de pocas palabras, Boyce (Dave Bautista).
Aunque la traslación del relato a la pantalla no es demasiado atinada, el choque entre el ojo clínico de Martin a la hora de plasmar las facetas más sombrías y calculadoras de la naturaleza humana y la apuesta sempiterna de Anderson por la insurrección y la resiliencia tiene su interés, como lo tiene la relación entre Boyce y Alys, marcada por un antagonismo de difícil solución entre la confianza optimista en los demás y las soluciones heterodoxas para salir adelante en circunstancias críticas, y la tentación de sucumbir al cinismo para asegurarnos la protección del orden establecido, aunque este peque de traicionero; un dilema que ha salido a colación una y otra vez en la obra de Anderson.
Pero el aspecto más relevante de Tierras perdidas es, como adelantábamos, el formal. Anderson ha ubicado a los actores en localizaciones digitales renderizadas en tres dimensiones mediante el motor gráfico de videojuegos Unreal Engine, y ha vampirizado con desvergüenza los cromas/cromos de Zack Snyder, las road movies frenéticas de George Miller y los imaginarios del western manierista a lo Sergio Leone. El fruto de todo ello es una fantasía crepuscular y abstracta, de gran potencia inmersiva sobre el papel pero escasa en la práctica, pese a la posibilidad de simular movimientos de cámara en espacios 3D virtuales. Al contrario, Tierras perdidas fuerza la bidimensionalidad con insistentes planos generales de situación cuya perspectiva frontal —sostenida en muchas ocasiones durante los insertos— evoca el paisajismo plástico y escenográfico fin de siècle o el old country style del cine mudo previo al montaje espacial.



Anderson ha explicado que pretendía estilizar todo lo posible las imágenes emulando las ilustraciones de fantasía heroica debidas a artistas como Frank Frazetta, más aún, la pintura pesadillesca de El Bosco; pero, seamos francos, ni él ni el director de fotografía Glen MacPherson, uno de sus colaboradores más fieles, han demostrado tener nunca el talento suficiente como para sacar adelante una propuesta tan ambiciosa, por loable que sea el intento. El rodaje excesivo frente a cromas se traduce en un estatismo aburrido, la paleta de colores hace daño a la vista, y la experimentación da paso al pragmatismo más ramplón cuando toca filmar los diálogos —solventados con planos/contraplanos de rostros descontextualizados de su entorno—, y las escenas de acción —resueltas con encuadres alicortos y montados a toda velocidad—.
En resumidas cuentas, frente al fotorrealismo de la mayor parte de sus películas previas, Anderson hace gala en Tierras perdidas de un expresionismo digital que, sin embargo, resulta discutible y, además, está lejos de tener correspondencia en una voluntad de estilo. Estamos ante una película más viejuna que 300, realizada hace veinte años, sensación que ya destilaban de otra manera Resident Evil: Capítulo final y Monster Hunter.
A Anderson no le van a faltar proyectos en 2026, tiene entre manos una nueva adaptación de la franquicia de videojuegos The House of the Dead (1996-); pero cabe preguntarse si su oportunismo y su pasión de fan por el cine fantástico y de acción —tan innegable como insuficiente a efectos creativos— bastarán para procurarle trabajo a largo plazo. Seguiremos en cualquier caso su trayectoria, pues se trata de uno de los últimos autores vulgares del periodo de entresiglos que filma con cierta regularidad y sigue intentando “hacer que la imagen tecnológica sea depositaria de imaginarios —no solo— cinematográficos” (Bruce Isaacs).


- Montaje: Niven Howie
- Fotografía: Glen MacPherson
- Música: Paul Haslinger
- Distribuidora: Diamond Films