CANNES D-6: CLIMAX & LEAVE NO TRACE

– CANNES D-6: CLIMAX & LEAVE NO TRACE –

Domingo lluvioso en la Croisette, donde la Quincena de Realizadores confirma haber reunido este año una selección tan excitante como ecléctica, con dos películas que difícilmente podrían ser más diferentes: por un lado, Leave no trace, la historia de un padre y su hija que viven como ermitaños en el bosque; por el otro, Climax, la de una fiesta que degenera después de que alguien haya metido LSD en la sangría.  

 
Para su tercer largometraje después del excelente Winter’s Bone, estrenado en 2010, y que dio a conocer a Jennifer Lawrence, la realizadora Debra Granik regresa a la América marginal con Will y su hija Tom, que viven en el corazón de un bosque cercano a Portland, en Oregón, limitando al máximo sus contactos con la civilización. Ben Foster está, como siempre —o casi siempre—, brillante en el papel de ese combatiente (evidentemente) traumatizado por su experiencia, pero de emoción contenida. La joven actriz neozelandesa Thomasin McKenzie, de 18 años y un acento kiwi engomado para la película (algo que no deja de ser una proeza), es una excelente compañera; y su interpretación, asimismo desprovista de florituras, está al servicio del filme de Granik, que nunca necesita dosificar sus efectos y que se cuida muy mucho de entregarse a los clichés: ni pesadillas para el padre, ni crisis de adolescencia estridente para la joven. Nos vienen a la cabeza, desde luego, Thoreau y una tradición de pensamiento americano que considera que la sociedad es un peligro, encarnado aquí por ese hombre cuyo rigor en los métodos supervivencialistas contrastan con la pureza de sus intenciones. Cuando la sociedad vaya a su encuentro, se verán finalmente confrontados a la originalidad de su modo de vida y a sí mismos, momento en que Tom comprende que necesita los vínculos humanos, esos de los que, con tanta energía, intenta huir su padre. 
 
Unos minutos más tarde, en el antiguo Palacio de Festivales, convertido en el Teatro Croisette, era el turno del enfant terrible (italoargentino) del cine francés, Gaspar Noé, que presentaba su última locura, Climax. Con la primera fila reservada para el equipo de la película (algo inhabitual, pero comprensible en vista de la filmografía del tipo) y tras un prólogo bastante inesperado constituido de entrevistas de los diferentes personajes frente a la cámara, una cartulina anunciaba: «Una película francesa y orgullosa de serlo». Y rodada en 15 días, algo que Noé aclara con una perceptible delectación sobre el escenario antes de la proyección. Después de una primera escena de baile virtuoso y varias digresiones más apáticas para presentar a los personajes, la película gira hacia el thriller cuasi de terror en su última hora, cuando los invitados recorren una pequeña sala de fiesta de provincias luchando contra el LSD que les han administrado sin su consentimiento, al tiempo que la sonorización escupe los bajos de Daft Punk o Aphex Twin. Como siempre ocurre con el cine de Noé, algunas escenas marcarán o chocarán, y a menudo nos preguntamos cómo consigue rodar esa hora de bad trip en un plano secuencia continuo, sin cortes aparentes. Al igual que sus personajes, nos alivia que todo eso termine, de madrugada, cuando los gendarmes abren por fin las puertas del edificio para constatar la amplitud de los estragos. Después de una abrumadora ovación de circunstancia, con el público en pie, los bailarines y los protagonistas de la película se suben al escenario para hacer una pequeña demostración, aplaudidos por el hombre del bigote, contento de volver a chinchar al personal de Cannes. Y todo eso, en quince días.