Se cuenta que Richard Burton amaba el dinero con pasión de nuevo rico. Tanto que cuando le preguntaron aquello de qué desearía ser si le dieran la posibilidad de vivir otra vida afirmó que él habría elegido ser rico. «Me gustaría ser el hijo de un duque, tener 135 millones de renta anual y una enorme extensión de terreno que la gente no estaría autorizada a visitar. Me gustaría pensar que mis ancestros fueron barones saqueadores, violentos, vulgares, excéntricos, pero que yo estaría protegido de esa vulgaridad y esa violencia por la gracia exquisita de los privilegios y la clase social. Y me gustaría también tener una enorme biblioteca en mi castillo». Conviene aclarar aquí que Burton procedía de una familia pobre de mineros del País de Gales, donde compartía vivienda con doce hermanos y hermanas. Es decir, como apuntaba el sabio de Claude Lanzmann en la semblanza que hizo sobre el actor en los años sesenta, «Burton se tomaba la revancha de la pobreza, nunca acabará de vengarse de ella».
Algo parecido hacen los personajes de
Dragged across the concrete, la nueva película de Craig S. Zahler (
Bone Tomahawk,
Brawl in Cell Block 99), presentada en la sección Òrbita y no en Competición Oficial, por motivos que se nos escapan. Brett Ridgeman (Mel Gibson en otro papel extraordinario) es un policía maduro que debería haber empezado a ascender laboralmente hace veinte años. Nunca ocurrió. Y ahora se encuentra a unos cuantos años de la jubilación en el mismo puesto que cuando empezó, pateándose las frías calles, igual de mal pagado, con un trabajo igual de desagradecido. Su mujer, otrora también policía, tiene esclerosis múltiple y apenas puede pelar patatas sin tomarse tres pastillas para mitigar el dolor. Su hija amenaza con la adolescencia, y los chicos negros del barrio le dan problemas: la amedrentan, la chulean. «
Está creciendo, ¿quién sabe cuándo empezarán a mirarla de otra manera?». Viven en un barrio problemático. Es decir, en un barrio pobre. «
Nunca pensé que podría convertirme en una persona racista hasta que empezamos a vivir en este barrio». A Gibson le suspenden de empleo y sueldo durante seis semanas porque alguien le graba con el móvil mientras pisa con su pie la cabeza de un traficante. Le pisa la cabeza. Ni de manera sádica ni espectacular. Simplemente, se la pisa contra el suelo mientras su compañero lo esposa. Luego le vacilan en un intercambio de chulerías de esas que tan bien escribe Zahler. A la novia latina del traficante al que acaban de esposar la engañan y la dejan empapada y desnuda para sacarle información mientras se siente vulnerable. Gibson y su compañero (Vince Vaughn) son unos capullos. No es que sean Torrente, tampoco el teniente corrupto de Ferrara. Solo son unos capullos, viciados por llevar demasiados años en las calles de un mundo ingrato. También son una de las parejas de policías más eficaces del departamento. «
¿No veis la ironía en la intolerancia de los medios para censurar una supuesta intolerancia?» intenta justificarse Vaughn. Por suerte, Zahler no justifica. Tampoco juzga. Zahler presenta personajes tan contradictorios como la vida misma. Por eso en
Dragged across the concrete nos vemos en la tesitura de empatizar con un policía racista, carca, violento. También con un delincuente recién salido de la cárcel. Henry (Tory Kittles, un descubrimiento) acaba de salir de la penitenciaria y al llegar a casa se encuentra con que su madre vuelve a prostituirse para pagar las facturas. También ha vuelto a consumir. Su hermano pequeño, postrado en una silla de ruedas, se aísla en los videojuegos, y sueña con dedicarse a ellos profesionalmente. A diseñarlos. «
A diseñar mundos mejores que el de ahí fuera». Las facturas pendientes se acumulan. Tiene que hacerse cargo de la situación. «
¿Seguro que vas a poder encontrar algo recién salido de la cárcel?». Sabe perfectamente cuáles son sus opciones. Como mucho, puede aspirar a un trabajo basura, probablemente de manera discontinua.
It is what it is.
En las películas de Zahler la luz es blanca, dura, como si un flexo gigante se situara sobre las cabezas de sus personajes, dejando así al descubierto las sombras que proyectan sobre el asfalto, con las que cargan. Y los negros se ven. Las noches en las películas de Zahler son densas y oscuras, casi palpables. Es ahí donde a menudo se dirimirá la suerte de unos personajes que parecen incómodos bajo esa luz blanquecina casi artificial que baña las calles. En el universo de Zahler existen pocos valores absolutos, acaso uno: la dignidad. La misma con la que sus personajes se revuelven contra un sistema que les aplica una implacable violencia estructural. La misma con la que, finalmente, policías y criminales se verán reconocidos en el duelo. «Volveré y te daré un entierro digno», como en las películas del oeste. «No va a ser un reparto 60/40, pero te prometo que cuidaré de los tuyos», también se dice, como en los mejores filmes criminales. Porque Dragged across the concrete es la depuración progresiva de un estilo, la confirmación de una autoría importante en el cine norteamericano. Es, de nuevo, una película sobria a fuego lento, en el que el tiempo tiene peso, también el espacio donde se desarrolla la acción. Está bien escrita, bien filmada, con mucha personalidad. Quizás demasiado escrita, eso sí; mientras en Cell Block 99 el chascarrillo ingenioso se hacía necesario por la dureza de los acontecimientos, aquí algunos diálogos pecan de exhibicionistas.
Sería un error, por cierto, señalar con desdén a Dragged across the concrete como una película de personajes “trumpianos”, como se hizo en diversos medios tras su paso por Venecia. Zahler escribe varios personajes que bien podrían ser votantes de Trump, pero es precisamente aguantar la mirada a los ojos de estos personajes lo que le permite diagnosticar de dónde procede la “mayoría silenciosa” que votó a Trump. Porque, entre otras cosas, solo ellos pueden desactivarlo. No obstante, la venganza contra la pobreza de estos personajes queda en las antípodas del “Make America Great Again”. Nada más lejos del mesianismo alt-right de Kanye West que el arco del personaje de Tory Kittles, que bien podría ser el nuevo icono hip hop que tome el relevo a aquel Tony Montana que llegara a Miami desde Cuba solo con su «palabra y sus cojones». También es importante entender que el personaje de Gibson repudia a las minorías de su barrio tanto como repudiaría a los neonazis de Charlottesville. En un momento temprano de la película, el personaje de Gibson se sienta frente a la tele para ver un documental de leones junto a su hija. Vemos a la madre leona protegiendo a sus cachorros. Más tarde, Henry, el delincuente afroamericano, juega junto a su hermano pequeño a un videojuego, “Shotgun Safari”. «Ponte detrás mía, todavía no estás preparado para cazar leones», le avisa el chico en silla de ruedas. Unos cazan para proteger a los suyos, otros por pura supervivencia. Por cierto, quédense a los créditos, que el soul viene firmado por el propio Zahler junto a The O’Jays.
- ¿No te parece que los ricos saben algo que nosotros no sabemos?
– Ummm, ¿los mejores restaurantes?
De la pobreza, entre otras muchas cosas, también habla Under the Silver Lake, con la que David Robert Mitchell volvía a la Sección Oficial de Sitges tras su paso triunfal con It Follows. De otro tipo de pobreza, diría que propia de nuestra generación. El personaje encarnado por Andrew Garfield no tiene para pagar el piso, pero no puede dejar de comprarse el último cómic de la serie que colecciona. No tiene para mantener su coche, pero no desentona en las fiestas rabiosamente it en los áticos de la ciudad de Los Ángeles. La vida moderna era esto. Un tipo de pobreza relacionado con la que planteaba el nobel Amartya Sen cuando hablaba de la pobreza como “falta de desarrollo humano” («la imposibilidad de alcanzar un mínimo de realización vital por verse privado de las capacidades, posibilidades y derechos básicos para hacerlo»). Solo que al contrario: para la generación que se ha criado junto al tazón de cereales y frente a las series norteamericanas (de Popular a Dawson Crece, o de Las gemelas de Sweet Valley a El príncipe de Bel Air) es prioritario poder formar parte de aquello que se nos prometió, por encima de tener un piso con calefacción. Como si el pavor irracional que nos produce el mendigo de Mulholland Drive se revelara al fin: nos hemos visto reflejado en sus ojos. Así, Under the Silver Lake acaba situándose junto a Atlanta (la serie de Donald Glover) como el retrato más certero de un tipo de pobreza reciente. Nuestra pobreza. La misma que sufrimos la mayoría de periodistas que viajamos a festivales de medio mundo en transporte low cost a realizar nuestro trabajo mientras tratamos de ahorrarnos el almuerzo a base de colarnos allá donde haya un canapé. ¿Cuánto cobramos a final de mes cada uno de los que acudimos a codazos a entrevistar siete minutos a Peter Weir? ¿Cuántas facturas pendientes esperan su pago mientras rogamos por un ticket para ver Suspiria en la inauguración? ¿Cual será la penalización prometida por el Festival de Sitges por dejar de acudir a los pases reservados, como si pudiéramos permitirnos parar la vida durante siete días?
De la cultura pop como nueva religión (igual de tiránica, igual de dolorosa), de tratar de encontrar significado a un mundo absurdo que no para de lanzarnos pistas que no llevan a ningún sitio, de tratar, en definitiva, de dar sentido a todas esas horas frente a la tele y el tazón de cereales. También, de la ficción como forma de supervivencia. De todo eso y más, mucho más, habla Under the Silver Lake. Volveremos a ella el mes de su estreno.